Desde la revolución industrial, las innovaciones tecnológicas han liberado al hombre de muchos de los vínculos que lo encadenaban a la Naturaleza. Pero este supuesto progreso podría terminar mal. El cambio climático nos muestra que es hora de dejar de comportarnos como extraños en nuestro propio hábitat.
Ruth Irwin
Hambrunas por motivos económicos, guerras por el oro, el petróleo o los diamantes, amenazas de desastres ecológicos inminentes o guerra nuclear mundial, son algunos de los escenarios apocalípticos que ya resultan familiares en el mundo en que vivimos.
En el pasado muchas civilizaciones han desaparecido de la faz de la Tierra, y la nuestra podría correr la misma suerte. Hoy, el cambio climático, como el invierno nuclear, se suma a la lista de desastres potenciales que podrían conducir la humanidad a su fin.
Pero, a diferencia del invierno nuclear, ahora no está claro cuál es el agente catalizador del cambio climático. La mayoría de los científicos tienen la “íntima convicción” de que los cambios que se producen en la atmósfera son resultado de la actividad humana, que desde hace 150 años bombea miles de millones de toneladas de gases con efecto invernadero a la capa baja de la atmósfera.
No es la actividad de un individuo aislado la causante del cambio climático, como tampoco hay un individuo –ni un Estado– que pueda poner freno a las tecnologías industriales que rigen la vida moderna. Es cierto que, a gran escala, las decisiones de los consumidores podrían modificar la manera en que las empresas producen bienes y servicios y podrían, por lo tanto, tener un impacto en dicho cambio. Dar una respuesta adecuada al cambio climático requiere, pues, una evolución en la mentalidad de los consumidores.
Sin embargo, cuando las personas adoptan modos de vida que respetan el medio ambiente, pronto se dan cuenta de que es muy difícil mantenerlos si la comunidad en su conjunto no está empeñada en reducir su huella ecológica. ¿Cómo desplazarse a pie en las megalópolis superpobladas del Nuevo Mundo, auténticas junglas de asfalto, o en las zonas suburbanas tentaculares con un hábitat disperso? Si el transporte público no está bien organizado, el automóvil sigue siendo rey.
A fin de cuentas, corresponde a los políticos tomar las decisiones correctas. Ahora bien, a escala internacional, que es aquella en la que se juega nuestro futuro, el liderazgo brilla por su ausencia. Desde que en 1995 comenzaron a celebrarse conferencias internacionales sobre el cambio climático, año tras año nuestros dirigentes políticos, a la hora de cuestionar las normas tecnológicas que prevalecen en nuestras sociedades modernas, fracasan.
A mi modo de ver, los motivos de ese inmovilismo van más allá de los problemas de legislación o de moral tradicional. Tienen su origen en el tándem que forman la tecnología moderna y la economía mundial. En efecto, ese tándem, que muchos consideramos problemático, constituye el nudo central de la civilización actual. Desatar ese nudo parece imposible, ello equivaldría a cambiar de civilización, a entrar en una nueva una era. Ahora bien, según la Royal Society del Reino Unido, ya lo hemos hecho. Esa venerable institución anunció en una declaración oficial de 2010 el paso del Holoceno al Antropoceno.
El planeta ha pasado, pues, del templado Holoceno –una época geológica que duró más de 10.000 años y conoció el desarrollo de las civilizaciones agrícolas y urbanas– al turbulento y probablemente catastrófico Antropoceno (del griego anthropos, hombre), la primera era condicionada por la actividad humana. Puede afirmarse que esa transformación se operó a partir de 1945 (con nuestra entrada en la era nuclear), pero sin duda empezó mucho antes, hacia finales del siglo XVIII,cuando la Revolución Industrial alteró de modo significativo la manera en que el ser humano se relaciona con el ecosistema en el que vive.
Eslabones rotos entre el hombre y la naturaleza
Las tecnologías modernas nos han hecho perder la conciencia ecológica. El hombre actual tiene la sensación de que se ha liberado de las cadenas que lo ataban al resto de la Naturaleza. Gracias al progreso tecnológico, las grandes ciudades ya no morirán de hambre, como en el pasado, si falla una cosecha. Ya no dependen de las zonas rurales que las rodean y puede que ni siquiera estén al tanto de las inundaciones o las sequías que afectan a esas zonas.¿Cuántos habitantes saben de dónde viene el agua potable de sus ciudades o en qué estado se encuentran los bosques vecinos? En las ciudades ya no dependemos de los productos de temporada pues los medios de transporte y almacenamiento favorecen el comercio internacional y modifican así la relación entre zonas urbanas y rurales. Además, las ciudades crecen, invadiendo el campo y absorbiendo migraciones masivas. A menudo, su construcción responde a imperativos tecnológicos y económicos, y no a necesidades públicas.
La configuración de nuestras ciudades, la agricultura, la minería, la producción energética, la silvicultura, la pesca y el comercio, todas las actividades humanas han cambiado radicalmente en el lapso de 150 años, transformando así nuestro planeta.
Estamos tan condicionados por las innovaciones tecnológicas, tan encadenados a ellas, que hasta nuestra manera de vernos como “individuos”, como humanos, se ha modificado, a la vez que nuestra visión de la Tierra se ha tornado más estrecha y distante.
Aunque siempre han existido movimientos ciudadanos con conciencia ecológica, su influencia en las normas de la vida moderna ha sido limitada. La ética individual tiene un peso insignificante frente a la apisonadora del progreso. Pero la toma de conciencia colectiva sobre el fuerte impacto ecológico del mundo moderno y los efectos devastadores que éste puede tener en el porvenir de la humanidad es algo totalmente nuevo.
El Antropoceno podría convertirse en uno de esos periodos de extinciones masivas que la Tierra ya ha conocido, como la que produjo la desaparición de los dinosaurios hace 65 millones de años. De una manera sin precedentes, el cambio climático muestra a las claras nuestras limitaciones. Y somos cada vez más conscientes de que se imponen transformaciones radicales.
Pero esas transformaciones tardan en llegar. Los sistemas internacionales de intercambio de cuotas de emisiones de gases de efecto invernadero muestran que todavía no tenemos en cuenta la envergadura del problema que plantea nuestra realidad ecológica.
No propongo una postura ludista. Afirmo que no podemos permanecer ajenos a nuestro propio hábitat. La modernidad es hoy un fenómeno de alcance mundial, y también nuestro nicho ecológico se ha mundializado. La época en que el hombre soñaba con una realidad ideal ha quedado atrás. Las condiciones ecológicas nos obligan a volver a tener los pies sobre la tierra y a afrontar una realidad más dura, a la que la actividad humana, la tecnología y la economía deben adaptarse.
La conciencia de una ecología planetaria que el cambio climático despierta en nosotros debería forzarnos a cambiar el ángulo normativo desde el que miramos el mundo. No hay nada que podamos hacer sin decisiones políticas firmes tomadas a escala internacional. La mundialización debe ser vista también como una nueva ecología.