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Leonardo y el mundo tumultuoso del Renacimiento

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Unos quinientos años antes de que se inventara el moderno cojinete de bolas, Leonardo inventó uno propio (dibujo de la Izquierda, tomado del Códice Madrid I).

Cada una de las páginas manuscritas de Leonardo, de esos millares de folios, con su vertiginoso entrelazamiento de fragmentos de prosa muy estudiada, de dibujos dotados de refinada gracia, de extrañas máquinas, de sutiles anatomías, es verdaderamente testimonio y símbolo no sólo de todo lo que la humanidad ha soñado y perseguido desde siempre sino también de, una manera totalmente nueva de concebir la tarea de los hombres: una infinita búsqueda para dominar una realidad huidiza. He aquí la conclusión de Eugenio Garin, que pinta aquí un retrato inusual de Leonardo da Vinci.

por Eugenio Garin

Durante mucho tiempo la vida de Leonardo de Vinci fue la de y J un viajero infatigable. Tras su primera estancia en el estimulante ambiente artístico de Florencia, el resto de su biografía es como una crónica de viajes.

En 1482, a la edad de 30 años, se traslada a Milán como ingeniero al servicio de Ludovico el Moro, en una época en la cual los artistas eran considerados como artesanos y técnicos, siendo corriente que se interesaran y trabajaran en cuestiones científicas y técnicas.

Poco después, a partir de 1490, comienza en Italia un periodo de Inestabilidad y de trastornos. Lorenzo el Magnífico muere en Florencia. Savonarola emprende su experiencia republicana. Francia, y posteriormente España y Austria, invaden Italia. Estalla la crisis en el Ducado de Milán.

En medio de este torbellino de acontecimientos Leonardo comienza a trabajar para los franceses. Posteriormente vuelve a Italia y va de una ciudad a otra: a Mantua donde radica la espléndida corte de Isabel de Este, de nuevo a Florencia, más tarde a Urbino donde es recibido por César Borgia, luego a Roma. Finalmente, en 1516, se traslada a Francia Invitado por el rey Francisco I. Su muerte sobrevendrá tres años después. Su vida había transcurrido en una época de renacimiento artístico y cultural en Italia y en Francia sin paralelo en toda Europa. Vinci conoció a las figuras más eminentes de su tiempo y trabajó para ellas.

Sin embargo, en muchos aspectos puede decirse que Leonardo aparece como una figura trágica. Fue un hombre solo: no tenía familia (era hijo ilegítimo), no tenía Estado propio (en el sentido de patria). Veía en torno suyo un mundo que se derrumbaba y cuyos valores espirituales eran destruidos por la fuerza bruta de acontecimientos ciegos. Y en medio de las guerras y de los trastornos que le rodeaban buscaba incesantemente una armonía imposible de alcanzar. Y por encima de todo esto, la sombra de la muerte: “Creía que aprendía a vivir escribe, pero era a morir a lo que estaba aprendiendo.”

El vínculo que antaño unía al artista con su ciudad se había roto. La noción del orgullo cívico había desaparecido. El poder político en Italia había pasado a manos de oligarquías poderosas y de tiranos, a veces mezquinos, a veces hábiles. El intelectual ya no es un “clericus” sino un laico que se considera únicamente, y ante todo, un técnico dispuesto a ofrecer sus servicios a cualquier gobernante interesado en ellos. Si un sultán quiere un puente entre Estambul y Gálata, sobre el Cuerno de Oro, allí está Leonardo quien, llamándose a sí mismo “el infiel Leonardo”, le escribe:

“Yo, vuestro servidor, he oído decir que pensabais construir ese puente, pero que no lo habíais hecho por falta de hombres capaces de llevar a cabo tal empresa. Pues bien, yo, vuestro servidor, sé cómo hacerlo y lo construiré”.

De igual manera se comprometió a construir una fortaleza para César Borgia y una ciudad ideal para Ludovico el Moro, Duque de Milán. Se dedicó también a diseñar máquinas de todo tipo, lo mismo para volar desde la cumbre de una montaña que para moverse bajo el agua. Inventó ingeniosos dispositivos para montar espectáculos deslumbrantes que divirtieran a la corte y complicadas máquinas de guerra para destruir al enemigo (sin que importara gran cosa quién era ese enemigo) de su protector de turno. Por lo demás, en esa época no muy distinto del ingeniero es el político: también éste es un científico y un experto: ahí está a la cabeza de todos Maquiavelo.

La leyenda de Leonardo un hombre que es al mismo tiempo expresión de una época y modelo para la humanidad de todas las épocas empezó a formarse muy pronto. En la primera edición de sus Vidas (1550) Giorgio Vasari le dio una forma elocuente y eficaz. Apenas habían transcurrido treinta años desde la desaparición del hombre excepcional que fue Leonardo y una aureola intacta seguía envolviendo su figura.

Vasari había retratado a Leonardo como hombre ávido de todas las ciencias, ocupado en escrutar los misterios de la naturaleza, con algo de mago y de astrólogo: “Filosofando acerca de las cosas naturales, se esforzó en comprender las propiedades de las plantas, en observar asiduamente los movimientos del cielo, la órbita de la Luna y la evolución del Sol.” Y Vasari añade: “En su espíritu se formó una doctrina tan herética que él ya no adhería a ninguna religión, prefiriendo quizá ser filósofo a ser cristiano”.

En este retrato Vasari había sido perfectamente fiel al que Leonardo había trazado de sí mismo. Posterior¬ mente, al reeditar sus Vidas en 1568, en el ambiente de reacción que se produjo tras el Concilio de Trento, el historiador atenuará esos rasgos. El clima general había cambiado; por ejemplo, se había debilitado considerablemente el sentido de la “divinidad” del hombre en el que se había inspirado la más alta retórica del siglo y al que Vasari había dado particular relieve precisamente al esbozar el retrato de Leonardo.

Para él Leonardo encarnaba un modelo ideal: el tipo de hombre concebido por los filósofos, conocidos suyos, que rodeaban a Lorenzo el Magnífico. “Vemos como las influencias celestes hacen llover los mayores dones sobre los seres humanos mediante una operación que a veces parece menos natural que sobrenatural; se acumulan entonces sin medida en un solo hombre belleza, gracia y talento de tal modo que, hacia cualquier cosa que se vuelva, cada uno de sus gestos es tan divino que, dejando atrás a todos los demás hombres, revela claramente su verdadero origen, que es divino y no debe nada al esfuerzo humano. Esto es lo que vieron los hombres en Leonardo de Vinci”

Con ello Vasari no hacía más que interpretar a su manera, y en la perspectiva de su época, el tipo de hombre que Leonardo mismo había querido ser: no el retrato que el gran hombre había trazado de sí mismo sino el personaje que con refinada técnica había construido cuidadosamente.

El artista, y en particular el pintor (tal se proclamaba Leonardo por encima de cualquier otra cosa), precisamente porque ha de representar las cosas de la realidad, debe, si quiere ser digno de su arte, conocer todo lo que pretende reproducir: es decir, el mundo entero, íntegramente, hasta sus raíces más secretas, en sus leyes y en su génesis. Si no se tiene en cuenta claramente esta premisa, que es la auténtica base del pensamiento de Leonardo, no se comprenderá nada de su incesante búsqueda.

El pintor, el artista en general, precisamente porque crea un mundo, debe conocer todas las ciencias y dominar todas las técnicas. Es más: debe aprehender también el vínculo secreto que unifica el todo y que permite captar el significado de ese todo, de manera que la Naturaleza misma quede sobrepasada.

A este respecto, Leonardo es perfectamente claro: el pintor debe ser “universal maestro”, capaz de “imitar” con su arte “todas las cualidades de las formas que produce la Naturaleza”. Y para ello debe tener «anteriormente en su mente» todas esas formas, conocer las razones de todo, dominar con sus razonamientos las fuerzas y los elementos, fabricar todas las máquinas o instrumentos técnicos que le permitan reproducir y señorear la realidad. El mismo Leonardo lo proclama: “El pintor disputa y rivaliza con la Naturaleza; de ella es Señor y Dios”.

Alguien ha señalado que la enorme cantidad de materiales reunidos por Leonardo y consignados en sus desmesurados y extraordinarios manuscritos dan la impresión de que el gran sabio y artista quería componer toda una auténtica enciclopedia del saber humano. De ello no debe caber la menor duda.

A decir verdad, la idea no es nueva. Leonardo tenía ya ante sí las enciclopedias medievales y la Historia natural de Plinio, que tan gran fortuna tuvo en el Renacimiento. Estaba asimismo informado, más de lo que deja ver, de las “ciencias” de su tiempo. Sólo que en él hay algo completamente nuevo: la perspectiva. Lo que Leonardo pretende no es recoger datos, noticias, incluso ejemplos curiosos o maravillosos, simplemente por conocerlos y meditar sobre ellos. Su propósito es el hacer, la acción. Quiere crear, quiere ser “Señor y Dios” de la Naturaleza. Por ello apunta mucho más allá de lo que se manifiesta a los sentidos y trata de captar las fuerzas profundas que actúan sobre éstos.

Precisamente porque desea producir en quien mira los efectos que el mundo produce y producirlos en forma nueva y transfigurada, debe Leonardo descender hasta las raíces de lo visible y sorprender los estímulos que producen las imágenes. Para obtener los efectos posibles de la luz, hay que estudiar lo que la luz es objetivamente (los rayos, las especies distintas), las leyes de su propagación, la manera cómo funciona el ojo y las características de la visión.

Así como para bien pintar o esculpir el cuerpo humano es menester haber seccionado cadáveres en pequeños trozos, hasta llegar a ser experto en anatomía, y haber estudiado después el movimiento de los músculos y el conjunto de los movimientos del ser vivo, análogamente para pintar las cosas del mundo (del macrocosmos) es preciso anatomizar el universo entero, escrutándolo en sus más sutiles tejidos y, luego, en todos sus movimientos y fenómenos.

Los manuscritos de Leonardo son sólo los estupendos fragmentos de esa grande y novísima enciclopedia, elaborada no ya a partir de los libros o de los debates abstractos, ni siquiera de las experiencias superficiales, sino mediante una exploración en profundidad de las razones ocultas, de los números, de las medidas, de las leyes y de las formas elementales, para remontarse después a la superficie, a una experiencia cuyas razones conocemos ya y que podrá así ser dominada, transformada y modelada a nuestra guisa.

Esta enciclopedia de Leonardo es como una gran anatomía y fisiología del universo. Así como el hombre es un mundo en pequeño (microcosmos) que en sí reúne todo lo que en el universo se despliega y expande (y por eso mismo sabe todo y puede hacer y llegar a ser todo), así el mundo es como un gran ser viviente, como un enorme animal (macrocosmos) en el que el agua es como la sangre que circula por doquier llevando la vida y las «razones» – es decir las leyes matemáticas –  como el alma.

Las secciones de la enciclopedia leonardiana encuentran naturalmente su lugar en el conjunto: óptica, mecánica, teoría de las aguas, anatomía, biología, fisiología, cosmología. Y, después, las máquinas gracias a las cuales el hombre rivaliza con la naturaleza. Por último, como cima y coronamiento de todo el edificio, la ciencia del pintor que viene a ser casi la metafísica y la moral del conjunto. En efecto, mediante el arte se crea en el mundo un mundo nuevo: el mundo del hombre “creador”, del poeta, un mundo que triunfa sobre el mundo real.

Está claro que una concepción como la de Leonardo, si bien tuvo en él una expresión singular, no comenzó con su persona. Precisamente en aquellos ambientes en que transcurrieron los primeros treinta años de su vida, toda una serie de artistas habían recibido una formación compleja, rica en elementos tanto científicos como literarios. Baste con citar, por lo que a Italia se refiere, a Pico de la Mirándola o a León Battista Alberti, hombres enciclopédicos como Leonardo pero que permanecen apegados a su ciudad, al contrario de lo que ocurre con éste. El saber de Leonardo no es un saber cívico o civil: es la ciencia que no conoce fronteras, que no tiene moralidad ni patria. Leonardo no tiene ya ningún rasgo común ni con los “cancilleres” humanistas ni con los hombres doctos estrechamente vinculados a su ciudad ni con los artistas cercanos a una corte o, por lo menos, a un ambiente. Lo mismo que su saber y sus matemáticas, él tiene por patria el universo. Las construcciones arquitectónicas que concibe interesan tanto al duque de Milán como a César Borgia, al rey de Francia como al Sultán: se hallan inscritas con caracteres geométricos en el gran libro del universo.

La ciencia y la técnica no conocen ni patria ni iglesias. Sólo adoptando este punto de vista puede comprenderse la falta de apego de Leonardo, su manera de pasar de una ciudad a otra, de ofrecer sus «secretos» al Sultán, al Pontífice, al duque de Milán y al rey de Francia, a César Borgia y a Florencia.

Y sus “secretos” no eran, o no sólo eran, pinturas sublimes, sino “instrumentos bélicos”, armas pues. Pero las armas son únicamente máquinas en que se manifiesta la ciencia del hombre, su vocación a convertirse en intérprete y señor de la Naturaleza. Instrumentos que no son ni buenos ni malos, sino eficaces, es decir propios para los fines a que se los destina. Y es aquí, en esta “abstracción” del científico y del técnico, donde Leonardo coincide con Maquiavelo, en una convergencia mucho más importante que el hecho, significativo sin duda, de que ambos pasaran por la corte de César Borgia.

Como se ha dicho, la síntesis de Leonardo culmina en la «pintura», que en él se carga de muy peculiares significados. La obra del pintor representa el punto más alto del proceso del saber: es la meta de llegada del conocimiento científico y, al mismo tiempo, el punto de partida de la actividad creadora. En realidad, no se trata de dos momentos separables sino de un círculo viviente, de una unidad en expansión en la que el artista representa el momento de crisis: el lugar en que se encuentran el saber y el hacer, o en que el saber se convierte en hacer.

Leonardo que no por casualidad exalta constantemente al pintor tiende siempre a privilegiar en el plano del conocimiento el ojo y la vista, y todo cuanto tiene algo que ver con las imágenes. Y sus conceptos los presenta en términos visuales. “El ingenio del pintor debe ser como un espejo” y acoger “cuantas cosas son”, y no sólo en sus formas externas sino también en todas sus cualidades y esencias profundas, en sus estructuras geométricas elementales que están en la base de la experiencia y permiten comprenderla.

De ahí el valor de las matemáticas frente a los sentidos (“ninguna investigación humana puede estimarse verdadera ciencia si no pasa por la investigación matemática”), pero también la importancia “filosófica” de la pintura. “Quien desprecia la pintura no ama la filosofía... La pintura demuestra ser filosofía en que trata del movimiento de los cuerpos en la prontitud de sus acciones, y lo mismo ocurre con la filosofía...”

Los dos aspectos o momentos de la actividad humana, el saber y el hacer, el “ver” y el “crear”, no pueden disociarse; el círculo ciencia-técnica-arte, o ver-hacer, es realmente unitario.

En Leonardo, el hecho de proyectar y fabricar máquinas pone de manifiesto varias cosas: 1) la imposibilidad de disociar el momento técnico del científico, vinculada a la teoría de la estructura matemática del todo; 2) la idea general de que el esqueleto de las cosas es reducible a un modelo mecánico; 3) la conexión profunda entre funcionamiento de las máquinas y evolución dinámica de la realidad, entre mecánica y vida; 4) la búsqueda de modelos en el ámbito de la óptica (“en sus actividades el ojo se equivoca menos que cualquier otro sentido”).

Como se ve, el interés de Leonardo por las “máquinas” es muy fuerte, pero sería un grave error no insertarlo en el marco más amplio de su concepción del mundo: para él la máquina es sólo un momento Intermedio entre la vida real tal como se experimenta tal como se “ve” y las “razones” matemáticas que regulan el todo, las leyes que pueden traducirse en números, en figuras y en cuerpos geométricos. Después, sobre la base de las leyes así descubiertas, podrán no sólo construirse (“primero en la mente, después con las manos”) máquinas maravillosas sino también elaborarse experiencias visibles mediante obras de arte creadoras de nuevas armonías (“las manos... engendran con una sola mirada una armonía bien proporcionada”).

Captamos así la profunda unidad de la enciclopedia de Leonardo, en la cual sería absurdo tratar de separar ciencia, técnica y arte. El error de Vasari consistió justamente en romper, o en comprender mal, ese vínculo perdiendo así el sentido de una obra que, el final, le parecía oscilar entre la locura y la inconsistencia. “Se preocupaba mucho por las cosas filosóficas y, especialmente, por la alquimia... Se dedicó a muchas locuras de esta especie, se ocupó de espejos y ensayó métodos muy curiosos para obtener óleos con que pintar... Como se ve, su inteligencia del arte hizo comenzar a Leonardo muchas cosas y nunca acabó ninguna, pareciéndole que la mano no podía alcanzar la perfección del arte en las cosas que imaginaba; concebía dificultades tan sutiles y tan asombrosas que sus manos, por admirables que fueran, no habrían podido expresarlas nunca”.

Vasari llamaba a todo esto “caprichos”. Y, sin embargo, se trataba de la búsqueda incesante de un centro unificador de la humana experiencia, de un sentido de las cosas, de un lugar para el hombre en el universo; se trataba del inquieto alborear de una época nueva, de un modo nuevo de entender arte y ciencia.

Cada una de las páginas manuscritas de Leonardo, de esos millares de folios, con su vertiginoso entrelazamiento de fragmentos de prosa muy estudiada, de dibujos dotados de refinada gracia, de extrañas máquinas, de sutiles anatomías, es verdaderamente testimonio y símbolo no sólo de todo lo que la humanidad ha soñado y perseguido desde siempre sino también de, una manera totalmente nueva de concebir la tarea de los hombres: una infinita búsqueda para dominar una realidad huidiza.

Deliberadamente hemos hablado aquí de refinamiento extremo, desde su caligrafía hasta su indignación contra los literatos, de un hombre que era él mismo archiletrado, de cuya biblioteca rica y bien organizada tenemos hoy noticia concreta gracias al Inventarlo conservado en los códices de Madrid. Cada “capricho” encuentra su propia razón en una conciencia precisa: la conciencia de la fragilidad del hombre y de su obra, que sin embargo parece tan rica y audaz.

Y en esto radica quizá el signo, y el secreto, de la actualidad de Leonardo: en haber comprendido y expresado con singular eficacia la enigmática inseguridad del hombre y el misterio de su condición y de su destino, y ello justamente en el momento en que parecían abrirse ante la ciencia y ante el arte posibilidades imprevistas e imprevisibles.

Eugenio Garin

Profesor titular de historia de la filosofía de la Universidad de Florencia, Eugenio Garin ha dedicado importantes estudios a la cultura italiana del siglo X y es internacíonalmente conocido por sus obras sobre la civilización del Renacimiento y el pensamiento medieval.