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Leonardo de Vinci contado a los niños

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Foto tomada de la película "Vita di Leonardo" de Renato Castenant.

Nació en Vinci, una aldea pobre de Toscana, cerca de Florencia y junto al río Amo. No tuvo una madre como los demás niños sino una madrastra. No tuvo un padre afectuoso sino un abuelo adusto. Su único compañero verdadero y su maestro fue su tío Francisco, diecisiete años mayor que él. Découvrez le destin mystérieux et splendide de Léonard de Vinci, tel que raconté aux enfants par l’écrivain italien Bruno Nardini.

por Bruno Nardini

Tumbado en la hierba, detrás de la casa de su abuelo, el pequeño Leonardo seguía con la mirada el vuelo de un milano que daba vueltas en torno a la torre del castillo de Vinci. Recostado junto a él, su tío Francisco le explicaba que para efectuar ese vuelo, llamado de "circunvolución", el ave aprovechaba el más leve viento. Pero el muchacho se había dormido.

Era una tarde de mayo, la tierra olía a heno y los grillos cantaban escondidos entre la hierba. Leonardo tuvo un sueño: se hallaba todavía en su cuna que la abuela Lucía había sacado al prado alejándose después. El milano, describiendo una espiral, descendía rápidamente del cielo y caía sobre él, pero no lo apresaba entre sus garras ni lo mordía con su pico curvo, sino que, agitando las alas, trataba de abrirle la boca con su cola bifurcada y, cuando lo hubo logrado, golpeaba la cola sobre sus labios y su lengua.

Leonardo se despertó gritando de miedo y se encontró sentado sobre la hierba junto a su tío Francisco.

– Qué te pasa? preguntó éste.

– Milano... balbució el muchacho, aún no convencido de que estuviera despierto . Tío, soñé con el milano.

Muchos años después, en Milán, cuando se hallaba estudiando el mecanismo del vuelo de los pájaros, Leonardo escribiría que aquél era el primer recuerdo de su infancia y que el ave rapaz era para él como un mensajero del destino.

¡Y qué misterioso y esplendente fue el destino de Leonardo!

Nació en Vinci, una aldea pobre de Toscana, cerca de Florencia y junto al río Amo. No tuvo una madre como los demás niños sino una madrastra. No tuvo un padre afectuoso sino un abuelo adusto. Su único compañero verdadero y su maestro fue su tío Francisco, diecisiete años mayor que él.

Leonardo nació el 15 de abril de 1452. Había terminado el Medioevo la época de las casas torreadas y de las comunas libres, y comenzaba la de las signorias, el gobierno de los más ricos y de los más fuertes, en tanto que las incómodas torres daban paso a la construcción de suntuosos palacios.

Leonardo llegó a Florencia en un birlocho, llevado por su padre, Pedro de Vinci, quien había decidido trasladarse definitivamente a la ciudad para ejercer el ' cargo de notario como todos sus antepasados. Junto al niño iba también la joven esposa de Pedro, de nombre Albiera, que hacía para Leonardo las veces de madre.

No ha llegado hasta nosotros ningún documento o testimonio sobre esa primera estancia de Leonardo en Florencia. Lo único que sabemos es que su padre le envió a una escuela de música y de gramática. La música consistía en aprender a tocar la flauta y la gramática en aprender a escribir. En 1465 murió "mamá" Albiera y Pedro contrajo matrimonio con una mujer llamada Francisca. Leonardo tenía trece años y ya sabía cuál sería su carrera cuando fuera mayor. No sería notario como su padre o el abuelo Antonio. Sería pintor.

Pedro descubrió por casualidad esta secreta vocación de su hijo. Un día entró en la habitación del muchacho y vio un montón de papeles enrollados. Eran dibujos. "No son malos – se dijo a sí mismo – en realidad son más bien buenos." Sin pérdida de tiempo se puso bajo el brazo el rollo de papeles y fue a mostrárselos a Andrea di Cione, llamado Del Verrocchio.

– Mire, maestro dijo He encontrado estos dibujos de mi hijo. ¿Qué le parecen?

Verrocchio los miró uno por uno, con creciente interés, y finalmente preguntó:

– Cuántos años tiene el muchacho?

– Diecisiete.

– Bien. Tráigamelo. Vendrá a vivir conmigo y yo haré de él un gran pintor.

Al día siguiente, acompañado de su padre, el joven Leonardo se dirigió al taller de Verrocchio donde entró como aprendiz. No tuvo miedo ni se sintió perdido. A decir verdad, no se encontró solo cara a cara con un maestro severo. Un grupo de alumnos lo acogió con ruidosas muestras de simpatía. Eran muchachos de su edad, destinados ellos también a ser un día más o menos famosos. Los mayores eran Sandro di Mariano Filipepi, conocido más tarde como Sandro Botticelli, y Pedro Vannucci, llamado el Perugino. Entre los más jóvenes se distinguían Lorenzo di Credi, Francisco Botticini y Francisco di Simone.

En el inmenso taller lleno de yesos y de bloques de mármol, con mesas en las que se amontonaban pinceles y colores, y en un ambiente de trabajo febril y de creación permanente, Leonardo se sentía feliz junto a sus compañeros. Realizaba de buen grado las tareas más humildes como barrer el suelo, lavar los platos, machacar las tierras de color, preparar los colores, limpiar los pinceles, servir de modelo para una estatua de David que esculpía el maestro. Pero sobre todo miraba, observaba, imitaba para aprender pronto y bien. Poco después se le asignó la tarea de preparar el estuco para los frescos, luego la de trasladar al muro los dibujos realizados sobre cartulinas y, finalmente, se le permitió tomar los pinceles para dar los últimos toques a las obras de su maestro.

Un día Verrocchio encomendó a Leonardo que pintara la cabeza de un ángel en un gran cuadro que representaba el Bautismo de Jesús. Una vez terminada la cabeza, observó el maestro que el otro ángel, que él mismo había pintado previamente, no tenía comparación con el de su joven discípulo. Entonces, según algunos de sus biógrafos, Verrocchio quebró sus pinceles como para indicar que a partir de ese momento no volvería a pintar.

A ese periodo corresponden numerosos estudios de Leonardo sobre la figura del caballo. En realidad, Verrocchio se hallaba por entonces modelando el monumento ecuestre del condotiero Bartolomé Colleoni, que le había encomendado la República de Venecia. Sus compañeros del taller observaban con asombro cómo el joven Leonardo dibujaba frecuentemente con la mano izquierda y escribía siempre de derecha a izquierda (escritura de espejo), como suele creerse que escriben los magos.

Un día – tenía entonces 22 años – Leonardo decidió abandonar el estudio de Verrocchio e ingresar en un gremio de pintores de Florencia, la Compañía de San Lucas, convirtiéndose así en profesional independiente. Lorenzo el Magnífico le pidió que dibujara una Virgen o Madonna, otros le encomendaron una Anunciación, luego un San Jerónimo y una Adoración de los Magos. Su padre le encargó que pintara para un campesino de Vinci un trozo de madera redonda y áspera, que serviría de rueda. Leonardo no rechazaba ninguno de esos pedidos y todo lo hacía en serio, incluso la decoración de la rueda, de la que hizo una especie de monstruo fantástico. Pero siempre se proponía alcanzar una perfección cada vez mayor, lo cual le obligaba a detenerse y dejar inconclusos sus trabajos. Tal fue el drama secreto de toda su vida.

Leonardo no era solamente pintor, sino también escultor. Había modelado algunas cabezas, las escenas de un Vía Crucis, y posteriormente un caballo de proporciones gigantescas. Además era músico: tocaba la flauta y la lira y, según refieren sus contemporáneos, "cantaba divinamente".

En Vinci había aprendido con su tío Francisco las propiedades de las plantas: era, pues, herborista y botánico. En Florencia había conocido a algunos médicos célebres y se había dedicado a estudiar anatomía: por la noche solía retirarse al depósito de cadáveres del hospital para efectuar disecciones y dibujar los diversos órganos del cuerpo humano. Observaba el curso de los ríos y proyectaba canales navegables. Leía libros de historia y sobre el arte de la guerra e inventaba nuevas armas. Contemplaba los edificios, como el Duomo o catedral de Florencia, para la cual Verrocchio había construido una inmensa esfera de madera como remate de la famosa cúpula de Brunelleschi, y concebía aparatos extraordinarios para levantar y transportar pesos enormes. Miraba el vuelo de los pájaros y soñaba con inventar una máquina capaz de transportar al hombre por los aires.

Escrutaba el fondo del mar e inmediatamente imaginaba la máscara y el equipo que debían llevar los buceadores. Veía cómo trabajaban los hombres y meditaba sobre las máquinas que podrían aliviar su esfuerzo, anticipándose a la cibernética de hoy. Leía las obras de los filósofos antiguos y adquiría una sapiencia natural y profunda que entusiasmaba a cuantos le escuchaban. Era pobre pero se las arreglaba, gracias a la generosidad de sus admiradores, para vivir como un príncipe. Era hermoso, alto, fuerte torcer con sus manos una herradura y al mismo tiempo elegante, delicado y refinado. Pero sobre todo era bueno, sin arrogancia, y estaba siempre dispuesto a ayudar a los demás. Amaba y admiraba la vida, descubriendo en cada cosa su aspecto más bello o más noble.

Era un amante de la naturaleza; hoy día se le consideraría un ecólogo. Planeó una ciudad ideal, llena de espacios verdes, atravesada por canales y con calles que pasarían por encima y por debajo de las casas. Amaba a los animales: si encontraba un pájaro enjaulado, lo compraba para ponerlo en libertad. Reconocía por doquier la "maravilla del Universo" y la presencia de su Creador o "Primer Motor", como él lo definía.

Leonardo era, sin duda alguna, un hombre del futuro: el primero y el más convencido ciudadano del mundo.

A los treinta años se trasladó a Milán, a la corte de Ludovico Sforza (llamado "el Moro"), quien había pedido a Lorenzo el Magnífico que le recomendará un escultor para que construyera un monumento a la memoria de su padre Francisco Sforza.

De su arribo a la capital de Lombardia y de su primer encuentro con Ludovico nos ha quedado una carta extraordinaria que el artista envió al Duque de Milán poco después de su llegada. En ella* enumera Leonardo todas las cosas que era capaz de hacer, ante todo máquinas para la guerra. Luego afirmaba que sabía de escultura, arquitectura y pintura más que cualquier otra persona y desafiaba al Duque a someterlo a prueba. El riesgo era grande: Ludovico habría podido hacerlo encarcelar acusándolo de ser un visionario insolente, pero en lugar de ello lo mandó llamar, lo escuchó y le encomendó la realización del monumento a su padre, nombrándolo además "ingeniero ducal".

Fue en Milán donde Leonardo reveló otra pasión secreta: la de organizador de espectáculos o, para emplear una expresión moderna, la de director de escena. La "Fiesta del Paraíso", celebrada con ocasión de las bodas de Juan Galeazzo Sforza con Isabel de Aragón, y la "Justa", para las de Ludovico el Moro con Beatriz de Este, fueron memorables y aún queda recuerdo de ellas.

En la primera podían verse siete planetas girando en un cielo estrellado, en medio de música y canciones, mientras que el carro del Sol, tirado por caballos humeantes (extraordinario ejemplo de la técnica de la automatización), atravesaba la escena. En la segunda, un caballo vivo, cubierto con escamas de oro, presentaba una cabeza de carnero y una cola en forma de serpiente.

Del periodo de Milán nos han quedado obras célebres como La Virgen de las rocas, de la que existen dos versiones: una, pintada íntegramente por Leonardo, que se conserva en París, y otra, realizada en colaboración con De Prédis, que se halla en Londres. Pintó luego una Madonna para el rey de Hungría, Matías Corvino; el retrato de una muchacha con un armiño en los brazos, un retrato de perfil (posiblemente de Beatriz de Este) y, finalmente, La Ultima Cena, maravillosa y trágica al mismo tiempo por su rápida deterioración.

Ludovico le había encomendado pintar el Cenáculo en la pared del refectorio del convento de Santa Maria delle Grazie. Leonardo comenzó inmediatamente su trabajo. Detenía a la gente en la calle para grabar en su memoria las características de un rostro o de un gesto y estudiaba día y noche a sus personajes, hasta que terminó el boceto con sus más mínimos detalles. A diferencia de todos los artistas que anteriormente habían pintado la Ultima Cena como una reunión triste antes de que comenzara la Pasión, Leonardo se había propuesto representar el momento en que Jesús dice: "Uno de vosotros me ha de entregar". Los rostros y las actitudes de los Apóstoles debían expresar estupor, asombro, indignación, incredulidad, horror, mientras Jesús, inmóvil en el centro, parecería aislado de todos y ajeno a los sentimientos de sus discípulos.

Pero Leonardo, "el científico" Leonardo, quiso experimentar un nuevo tipo de material formado por tres capas distintas de encausto. Al final, cuando ya había terminado su fresco y mientras todo Milán se agolpaba en el refectorio para admirar la obra maestra, el artista se dio cuenta de que las diferentes capas de encausto no soportaban en la misma medida la temperatura exterior y comprendió que su obra no duraría mucho tiempo. Y, en efecto, 50 años más tarde estaba ya muy deteriorada.

Terminada apenas la famosa pintura, Leonardo tuvo que escapar a Venecia. Las tropas francesas de Luis XII, al mando de Juan Jacobo Trivúlzio, habían entrado en Milán tras la huida de Ludovico el Moro. Unos arqueros gascones encontraron en un patio un inmenso caballo de arcilla. No sabían que se trataba del modelo para el monumento a Francisco Sforza, listo para ser fundido en bronce. Tampoco sabían que era obra de Leonardo y mucho menos quién era Leonardo. Y tomándolo como blanco para un concurso de tiro, se divirtieron deshaciéndolo con sus flechas.

Pronto pasó Leonardo de Venecia a Florencia. Volvía a su ciudad, después de casi veinte años de ausencia, precedido por la fama de su obra. Los Siervos de María, de la Iglesia de los servitas de la Anunciación, le dieron alojamiento y Leonardo les ofreció pintar para el altar mayor un cuadro que representara a Santa Ana con la Virgen.

Pero todos le pedían algo y las instituciones de todo tipo querían contar con él como consejero. El Secretario de la República Florentina, Nicolás Maquiavelo, le pidió inmediatamente que desviara el curso del río Amo, que desemboca en el mar cerca de Pisa, a fin de provocar el hambre entre los pisanos, que se hallaban en guerra con los florentinos.

Y Leonardo, que tenía como lema "No me canso de servir", seguía accediendo a cuanto le pedían. Pero los Hermanos de la Anunciación se impacientaban. El artista se recluyó en una habitación del convento y en menos de un mes el boceto estuvo terminado. Durante tres días los habitantes de Florencia desfilaron como en una procesión ante aquel dibujo. Entre ellos se encontraban el Gonfalonero Vitalicio de la República, Pedro Soderini, y un joven escultor que acababa de volver de Roma donde había esculpido una extraordinaria Piedad. Se llamaba Miguel Angel Buonarroti.

Según sus biógrafos, la rivalidad surgida entre Leonardo y Miguel Angel fue muy viva. Comenzó cuando Soderini concedió al joven Buonarroti un bloque de mármol que se encontraba desde hacía más de 60 años tras la catedral y al que Leonardo había también echado el ojo. Mientras Miguel Angel esculpía aquel mármol de donde iba a surgir su famoso David, Leonardo se marchaba a Romana en el séquito de César Borgia y con el título de "arquitecto e ingeniero general".

De regreso a Florencia fue nombrado miembro del Consejo elegido para discutir el emplazamiento del David, cosa que no fue del agrado de Miguel Angel; no faltaron pues las palabras duras y ofensivas. Y cuando Soderini adjudicó a Leonardo una pared de la gran Sala del Consejo del Palazzo Vecchio para que pintara sobre ella una batalla, Miguel Angel solicitó y obtuvo la otra pared para plasmar su propia concepción del mismo tema. Así comenzó una incruenta y civilizada contienda entre ambos. Florencia entera seguía con interés el trabajo de los dos grandes artistas, cada uno de los cuales, más que superar al otro, trataba de superarse a sí mismo.

Los bocetos de Leonardo, sobre la batalla de Anghiari, y los de Miguel Angel, sobre un episodio de la batalla de Caseína, fueron expuestos al público en lugares y en momentos diferentes. Ellos representaron en la esfera del arte, como diría después Benvenuto Cellini, "la escuela del mundo".

Mientras tanto, Leonardo pintaba el retrato de una mujer hermosa y triste: Mona Lisa, esposa del patricio florentino Zanabi del Giocondo, la famosa Gioconda.

Terminados los bocetos, Leonardo comenzó inmediatamente el fresco del Palazzo Vecchio. Pero nuevamente le tentó el demonio de la técnica haciéndole descubrir en un libro de Plinio la fórmula de un encausto especial empleado por los romanos: se trataba de un empaste a base de resinas y de colofonia (resultante de la destilación de la trementina), que se hacía secar al calor de una llama y que daba a los colores un brillo de esmalte.

Leonardo hizo la prueba muchas veces y siempre con éxito, por lo cual decidió emplear dicho encausto en la realización de su Batalla de Anghiari. Pero cuando había avanzado considerablemente en su trabajo y, pintada ya toda la parte inferior del fresco, estaba empezando la superior, la llama demasiado distante no lograba ya fijar el color. Fue una noche trágica para Leonardo: al darse cuenta de que la pintura comenzaba a chorrear, añadió leña al inmenso brasero que colgaba de una polea. Pero era demasiado tarde: la llama no conseguía fijar los colores y, debido a su excesiva proximidad al muro, quemaba la pintura ya seca. En el espacio de una hora quedó destruida la obra maestra de Leonardo de Vinci.

Con la muerte en el alma se refugió en casa de un amigo, en Fiésole. Pero allí le esperaba otra decepción. Tras muchos años de estudio, había construido una misteriosa "máquina para volar". Todo estaba listo para la gran prueba que debía realizarse en el monte Ceceri (que en italiano significa cisne). Pero el "hombre-cisne", un ayudante de Leonardo, no alzó el vuelo y después de recorrer unos pocos metros suspendido en el aire, se precipitó en un bosque cercano. Así terminaba un sueño ambicioso acariciado durante mucho tiempo. Leonardo abandonó Florencia y regresó a Milán.

Luis XII, rey de Francia, quería tenerlo a su servicio, y Carlos de Amboise, lugarteniente del rey y gobernador de Milán, le honró con sus favores. Leonardo recobró ánimos, encontró amigos, comenzó de nuevo sus investigaciones científicas y pintó para el soberano francés algunas Madonnas que se han perdido. Pero los acontecimientos políticos le obligaron a partir. El hijo de Ludovico el Moro volvía a Milán apoyado por la caballería suiza, y los franceses hubieron de retirarse al otro lado de los Alpes. Leonardo se refugió en Vaprio d'Adda, en casa de su joven discípulo Francisco Melzi. Mientras tanto, había muerto en Roma el Papa Julio II y el cardenal Juan de Médicis, hijo de Lorenzo el Magnífico, fue elegido sumo pontífice con el nombre de León X.

Uno a uno, todos los artistas de Italia se trasladaron a Roma, entre ellos Leonardo. Julián dé Médicis, el hijo menor de Lorenzo, lo alojó en su palacio y le encomendó varios trabajos: el retrato de una mujer, algunas investigaciones sobre la reflexión de los espjos, el saneamiento de los pantanos de Pontini.

Pero Francia, tras la muerte de Luis XII, se preparaba a reconquistar Lombardía, que era aliada del Papa. El joven Francisco I cruzó los Alpes y derrotó a sus adversarios en Marignano. Leonardo había partido de Roma con el séquito de Julián de Médicis, que mandaba las fuerzas papales. Enfermo, Julián se detuvo en Florencia, donde murió, pero Leonardo siguió con el ejército hasta Piacenza. El Papa, para contrarrestar la derrota, fue a Bolonia a entrevistarse con el rey de Francia y, enterado de que el soberano se interesaba por el arte, quiso que lo acompañaran los artistas más notables e hizo llamar, entre otros, a Leonardo.

Cuando le fue presentado al rey, éste avanzó para abrazarlo y, ante el asombro de todos, le llamó: "Mon père". Dos días después, ante la insistencia del soberano, Leonardo aceptaba la invitación para trasladarse a Francia, a Amboise, donde Su Majestad ponía a su disposición el castillo de Clos-Lucé.

Así comenzaba el largo crepúsculo de la vida de Leonardo. Con la ayuda de su fiel discípulo. Francisco Melzi, el artista ordenó sus escritos, sus investigaciones y sus dibujos con el fin de componer una suma o gran obra enciclopédica que abarcara todos sus conocimientos sobre las épocas antigua y medieval y sobre la suya propia.

Francisco I no le encomendó obras de pintura, contentándose con gozar de su compañía y escucharle. Benvenuto Cellini escribiría más tarde: "He oído al rey decir que no creía que hubiera en el mundo otro hombre que supiese tanto como Leonardo... y que era un gran filósofo".

Con miras a realizar algo que agradara al rey, Leonardo concibió una admirable canalización del río Loira, trazó los planos de un castillo destinado a residencia real, dirigió un gran espectáculo artístico en el que, en un momento dado, un león mecánico aparecía rugiendo en el escenario y luego, al pronunciarse el nombre del rey, se abría el pecho con las garras haciendo brotar una cascada de lirios de Francia.

En la calma de la pequeña ciudad de Amboise, Leonardo revivía mentalmente su atareada existencia y escribía en su cuaderno de notas: "Una vida bien empleada es una larga vida".

Un milano volaba sobre el castillo de CIoux, en Amboise. Era la prima vera, el 2 de mayo de 1519. En la penumbra de su alcoba el gran artista agonizaba. Tuvo la impresión de que el rey iba a visitarlo, de que ya había llegado al patio y, sin embargo, nadie se acercaba a su lecho. Quería llamar a alguien pero no lo lograba. Al fin salió de sus labios un sonido ronco y confuso. Melzi fue hacia él, le hizo reclinarse sobre los almohadones y colocó sobre sus hombros la hermosa capa que llevaba cuando Francisco I salió a su encuentro. Y en el delirio de la muerte le pareció que el rey entraba en la habitación, que se aproximaba a él y que lo abrazaba sollozando.

Leonardo, conmovido, cerró los ojos.

La leyenda – porque de una leyenda se trata – ha quedado inmortalizada en cuadros de diversos pintores y, sobre todo, en un célebre dibujo de Ingres.

Pero si Leonardo no murió entre los brazos del rey fue únicamente debido a que el soberano de Francia se hallaba lejos de Amboise, en Saint-Germain-en-Laye. De otro modo se hubiera precipitado como un hijo a la cabecera del artista, y la leyenda se habría convertido en realidad.

Bruno Nardini

Editor, fundador del Centro Internacional del Libro, de Florencia, Bruno Nardini ha escrito una Vita di Leonardo destinada a los jóvenes e ilustrada con escenas de la película del mismo título que Renato Castellani realizó para la televisión italiana (Ediciones Nardmi-Giunti-Bemporad Marzocco, Florencia, 1974). Ha adaptado para los niños las fábulas y leyendas que se encuentran diseminadas en los apuntes de Leonardo, publicándolas en dos libros: Animali Fantastici (Ediciones Nardini-Giuntí Bemporad Marzocco, 1974) y Favole e Leggende, que próximamente aparecerá en español, traducido por María Teresa León y Rafael Alberti, con el título de Fábulas y leyendas de Leonardo de Vinci (Ediciones Nauta, Barcelona). También es autor de una vida de Miguel Angel contada a los jóvenes.