Durante casi tres siglos, los innumerables testimonios que nos dejó Leonardo de sus trabajos científicos y técnicos permanecieron confundidos en un impenetrable fárrago de papeles y de notas de lectura, tan caóticamente organizados y de tan difícil interpretación que hasta fines del siglo XVIII su fama de artista y de pintor primó notablemente sobre la consideración que merecía como filósofo y hombre de ciencia. El deplorable sino que padecieron, después de la muerte del maestro (1519), todos sus manuscritos impidió que la cultura europea se beneficiara de las ideas y de las audaces soluciones que Leonardo había expuesto. Pero, el siglo XX habrá logrado poner fin al desmembramiento dramático de los manuscritos de Leonardo, restituyendo a la humanidad esos tesoros autógrafos que forman parte de su patrimonio cultural.
por Palolo Galluzzi
Sabemos que dejó por testamento todos sus manuscritos a su fiel discípulo Francesco Melzi, que le había seguido en su incesante peregrinar hasta su mismo lecho de muerte. ¿Cómo se llegó entonces a la actual dispersión de los autógrafos leonardianos, otrora reunidos?
Francesco Melzi conservó la preciosa herencia en su casa de Vaprio d'Adda. Al morir en 1570, su hijo y heredero, Orazio Melzi, arrinconó en un granero unas reliquias para él des provistas de Interés. Lelio Gavardi, preceptor de la familia Melzi y colaborador y amigo del célebre impresor veneciano Aldo Manuclo, pudo así apoderarse fácilmente de 13 cuadernos de Leonardo y se los llevó a Florencia para ofrecérselos a Francisco de Médicis con la esperanza de obtener una suma de dinero considerable. Pero el increíble parecer de un consejero del Duque fue: “Nada de esto podría Interesar a Vuestra Excelencia”. No pudiendo llevar a feliz término su proyecto, y viendo que se esfumaba su sueño de hacer fortuna, Gavardi pidió a su amigo Ambrogio Mazzenta, que partía a Milán, que devolviera los cuadernos a Orazio Melzi. Pero éste tampoco quiso recibirlos y, como puede leerse en las memorias de Mazzenta, “se asombró de que me hubiera tomado tales molestias y me regaló los libros”.
Es entonces cuando entra en escena Pompeo Leoni, de Arezzo, que iba a desempeñar un papel decisivo en la historia de los manuscritos de Leonardo. Escultor en la corte de Felipe II de España, Leoni mostró gran Interés por los manuscritos que conservaban los herederos de Francesco Melzi y, prometiendo protección y favores personales, consiguió que le cedieran una gran parte de ellos. Asimismo, logró obtener 10 de los 13 cuadernos que Orazio Melzi había regalado a Mazzenta. Entre 1582 y 1590, esto es en apenas ocho años, la herencia de Leonardo pasó casi totalmente a manos de un nuevo propietario.
Deseoso de presentar los documentos de un modo más atractivo, y aun siendo persona incompetente en la materia, Leoni no vaciló en desmembrar varios cuadernos para reagrupar sus páginas en forma de grandes volúmenes. Esta singular “restauración” modificó básicamente la disposición original de los escritos de Leonardo, al borrar de golpe un testimonio inapreciable sobre el orden de composición, la cronología y el número inicial de los cuadernos, y al anticipar ulteriores pérdidas y dispersiones.
Nada nos permite creer que Leoni tuviera realmente la Intención, declarada a Orazio Melzi, de ofrecer a Felipe II los manuscritos de Leonardo. Al parecer sólo le cedió unos pocos, quedándose con los demás, ya que un gran número de ellos pasó a manos de su yerno y heredero Polldoro Caichi, quien se dedicó abiertamente a comerciar con ellos. Hacia 1622, Caichi vendió al Conde Galeazzo Arconati, de Milán, el gran volumen de las artes secretas de Leonardo, compilado por Leoni, y que hoy conocemos con el nombre de Codex Atlanticus. En 1636, Arconati lo donó, junto con otros manuscritos leonardianos, a la Biblioteca Ambrosiana de Milán.
Otra parte de los documentos que poseía Leoni fueron a parar a Inglaterra. Thomas Howard, Conde de Arundel, consiguió adquirir el segundo gran volumen compilado por Leoni, que contenía todos los manuscritos de carácter artístico y que hoy conocemos con el nombre de Colección Windsor por haberse conservado en la Royal Windsor Library. Thomas Howard adquirió otro manuscrito, el actual Códice Arundel 263, que más tarde fue donado por uno de sus herederos a la Royal Society inglesa. Cabe fechar las adquisiciones de Arundel entre 1630 y 1640.
En el siglo XVIII se produjeron nuevos “movimientos” de manuscritos de Leonardo. Hacia 1715 Lord Leicester adquirió el códice que lleva hoy su nombre y se lo llevó a Inglaterra. El Códice Trivulziano (famoso por la larga lista de palabras registradas por Leonardo) volvió hacia 1750 a la Biblioteca Ambrosiana de la que había sido retirado, después de la primitiva donación, por Arconati. A fines de ese siglo volvieron a entrar en circulación los códices que parecían haber encontrado un paradero definitivo. Napoleón Bonaparte, al entrar victorioso en Milán el 15 de mayo de 1796 y en cumplimiento de las órdenes del Directorio, organizó un saqueo sistemático de obras de arte y de cultura. El Códice Atlántico y los manuscritos de la Ambrosiana figuran entre las obras valiosas que fueron enviadas a París. El códice quedó depositado en la Biblioteca Nacional y los otros manuscritos fueron confiados al Instituto de Francia. Una vez terminada la aventura napoleónica, los gobiernos interesados obtuvieron la restitución de los tesoros que les habían sido arrebatados: el Códice Atlántico volvió a Milán pero el Instituto de Francia conservó los otros manuscritos.
En el siglo XIX las bibliotecas inglesas se enriquecieron con nuevos documentos de Leonardo. En 1876 John Forster donó al South Kensington Museum (que es hoy el Victoria and Albert Museum) tres cuadernos que hoy llevan el nombre del donador. Paralelamente a este noble gesto de generosidad hay un episodio desconcertante.
Guglielmo Libri, bibliófilo, erudito y uno de los pioneros de la moderna historiografía científica, se interesó por Leonardo y proyectó incluso publicar todos sus escritos inéditos. Libri que entre otras cosas era conde tenía una curiosa debilidad. Así, no pudo resistir a la tentación de sustraer algunas páginas de los manuscritos mientras los consultaba en el Instituto de Francia. La suya no era la manía del estudioso que se considera único destinatario de los originales de un autor al que dedica todos sus desvelos. No, simplemente Libri tenía un talento particular para comerciar con estas reliquias. Y así fue como algunas páginas de los manuscritos de Leonardo fueron a parar a Inglaterra. Poco después el pequeño códice sobre el vuelo de los pájaros era comprado por 4.000 liras por el Conde Manzoni, quien más tarde lo cedió al ilustre leonardista Teodoro Sabatchnikof. Los responsables del Instituto de Francia sospecharon inmediatamente de Libri, que era la única persona que había tenido libre acceso a los manuscritos parisienses. Libri negó obstinadamente pero las pruebas contra él eran tan abrumadoras que fue condenado en rebeldía a diez años de reclusión. Las hojas que habían pasado a Inglaterra fueron devueltas al Instituto y Sabatchnikof entregó el Códice sobre el vuelo de los pájaros a la Biblioteca de Turin, donde se conserva actualmente.
La aventura de los manuscritos leonardianos podría considerarse terminada si últimamente una noticia sensacional no hubiera conmovido al mundo de la cultura. En efecto, en 1967 se anunció oficialmente que en la Biblioteca Nacional de Madrid habían sido descubiertos dos códices de Leonardo que se consideraban perdidos. Pasado el primer momento de estupor surgió la pregunta de cómo habían ido a parar tales manuscritos a Madrid. Y una vez más pudo encontrarse el rastro esclarecedor. Se sabía que una parte del corpus leonardiano de Pompeo Leoni fue vendida en España después de su muerte. Uno de los compradores fue probablemente Juan de Espina, coleccionista madrileño. Entre 1620 y 1630, el Rey Carlos I de Inglaterra, entonces Príncipe de Gales, y luego el florentino Vincenzo Carducci, visitaron las colecciones de Espina, advirtiendo ambos entre los objetos de mayor valor dos libros “escritos y dibujados por el gran Leonardo de Vinci”.
Espina murió en 1642 legando al rey de España todos sus tesoros, entre ellos los dos libros de Leonardo que entraron a formar parte de la Biblioteca de Palacio cuyos fondos pasarían a constituir hacia 1830 el núcleo esencial de la recién creada Biblioteca Nacional de Madrid. Con toda probabilidad, los códices encontrados en 1967 son los dos manuscritos que pertenecieron a Juan de Espina.
En un catálogo de la Biblioteca Nacional de Madrid impreso en el siglo XIX se lee una referencia a los de Leonardo. Pero ninguno de los especialistas interesados pudo obtener información al respecto, ya que en la signatura indicada no figuraban autógrafos de Leonardo sino un códice del De remedís de Petrarca y unas glosas al Digesto de Justiniano. A fines del siglo pasado el bibliófilo florentino Tammazo de Marins trató inútilmente de encontrar los manuscritos. En la Biblioteca Nacional de Madrid se los consideraba perdidos para siempre.
En el siglo XX varios estudiosos se dedicaron por su parte a una búsqueda sistemática y sin resultado. Fue en 1964 cuando el francés André Corbeau, eminente especialista en Leonardo de Vinci, afirmó su convicción de que los dos manuscritos se encontraban en la Biblioteca de Madrid y que sólo se trataba de un error del catálogo. Los responsables de la biblioteca procedieron a nuevas investigaciones. A principios de 1965 don Ramón Paz y Remolar, jefe de la Sección de Manuscritos de la Biblioteca Nacional madrileña, tuvo la inmensa sorpresa de encontrar en sus estantes los dos preciosos códices que en el catálogo figuraban con los números Aa 19 y 20, mientras que las signaturas correctas son Aa 119 y 120. La noticia del hallazgo corrió de boca en boca por los círculos culturales pero no fue confirmada oficialmente hasta 1967. La Inmensa contribución de esos manuscritos al estudio de la obra de Leonardo es hoy accesible al lector de lengua española en una reproducción en facsímil publicada por Taurus Ediciones de Madrid con el título de Codex Madrid I y Madrid II (véase la pág. 5).
Finalmente, cabe señalar una Iniciativa cuyos resultados no sería excesivo calificar de nuevo “hallazgo”, aunque se trate de un códice muy conocido, a saber, el Códice Atlántico de la Biblioteca Ambrosiana de Milán.
En 1962, por instigación del Cardenal Montini, entonces Arzobispo de Milán y hoy día el Papa Pablo VI, los responsables de la Biblioteca Ambrosiana emprendieron la restauración total del códice, para lo cual lo enviaron a los especialistas del convento de Grottaferrata, cerca de Roma. No se trataba de proceder a trabajos de conservación sino más bien de poner remedio, en la medida de lo posible, a las mutilaciones perpetradas por Leoni quien, de la Inmensa masa de escritos y cuadernos de Leonardo, había reunido, de modo bastante arbitrario, lo que a su juicio se refería a la mecánica.
En efecto, el escultor aretino utilizó grandes hojas de un papel blanco bastante grueso (de formato Atlas 65 x 94 cm, de ahí su nombre de Códice Atlántico). Las páginas originales de Leonardo eran de dimensiones más pequeñas y a menudo llevaban dibujos y escritos a toda página. Algunas de ellas estaban escritas por una sola cara y frecuentemente no tenían al dorso sino notas o croquis que Leoni consideró desprovistos de interés. Cuando se trataba de hojas que contenían dibujos o textos en ambas caras, los pegaba sobre el papel de soporte dejando en el mismo una abertura o “ventana” para que pudiera verse lo que había al dorso. Por último, en el caso de las páginas de formato mayor, las doblaba en dos, pegaba sobre el papel una de las mitades y abría una ventana para que se viera lo que había escrito en ella.
Tal fue el bárbaro tratamiento que Leoni infligió a los manuscritos y que tuvo graves consecuencias: desaparición de un gran número de notas y croquis autógrafos al dorso de las páginas, ocultación de los márgenes de los folios pegados, en los que había escritos y detalles de los dibujos, lamentable pérdida definitiva de las partes que quedaban sueltas en las hojas de formato mayor dobladas por la mitad.
Fueron necesarios diez años de minucioso trabajo de los especialistas de Grottaferrata para que el Códice Atlántico recobrara una nueva vida. Se emplearon para ello las técnicas más modernas. Por ejemplo, los originales fueron cuidadosamente “lavados” con substancias especiales que les aseguran una mejor conservación.
El Códice Atlántico, totalmente restaurado, tiene ahora 1.068 páginas repartidas en 12 volúmenes encuadernados, y se ha emprendido inmediata¬ mente su publicación en facsímil (como es de Imaginar, queda totalmente descartada la posibilidad de que el original pueda ser objeto de consultas). Han aparecido ya los primeros volúmenes y la Comisión Nacional Vinciana de Italia prosigue su publicación, basada en técnicas sumamente perfeccionadas y confiada a la Editorial Barbera de Florencia.
Así, el siglo XX habrá logrado poner fin al desmembramiento dramático de los manuscritos de Leonardo, restituyendo a la humanidad esos tesoros autógrafos que forman parte de su patrimonio cultural.