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Jimmy Carter, el peregrino sonriente

Charlatán, casamentero, moralista sincero pero demasiado ingenuo. De todo esto se le podría acusar a Jimmy Carter, aunque parece no importarle.

por Flora Lewis

Cuando Jimmy Carter salió de la Casa Blanca en 1981 al término de su único mandato presidencial no gozaba de mucha popularidad entre sus compatriotas. Sin embargo, cada vez es más frecuente que éstos reconozcan en Carter "al mejor ex presidente que hemos tenido". Jimmy Carter no ha querido ni complacerse en un retiro rencoroso contra la ingratitud de los electores ni instalarse confortablemente en las alturas. Ha optado por dedicarse a defender con una energía inagotable las causas que le interesan, casi siempre con gran discreción, aunque también sucede a veces que sus intervenciones aparezcan en primera plana de los diarios.

En 1994, por ejemplo, sus misiones sucesivas en Corea del Norte, Haití y Bosnia inspiraron una viñeta humorís­tica en la que un matrimonio en plena trifulca conyugal gritaba: "¡Qué venga Jimmy Carter!" Hay, evidentemente, quienes le han acusado de charlatán, de entrometido o de moralista sincero pero demasiado ingenuo, acusaciones que al parecer lo dejan impertérrito. 

Al menos una de esas tres misiones se vio coronada por el éxito. En Haití consiguió convencer a la junta militar de que abandonara el país y dejara el poder al presidente electo Jean-Bertrand Aristide, vuelto del exilio bajo la protección de Estados Unidos, sin que se disparara un solo tiro. También en Corea del Norte logró resolver una situación crítica al obtener de Pyong­yang garantías -consideradas aceptables por el gobierno estadounidense pero insuficientes por una parte de la oposición- de que sus dirigentes renun­ciaban a dotarse del arma nuclear. En Bosnia, por último, sólo consiguió un cese del fuego de cuatro meses, tan precario y desigualmente respetado como los anteriores, pero del cual el futuro dirá en qué medida contribuyó a haeer progresar las negociaciones de paz. Balance desigual, pues, pero que ha permitido salvar vidas y dar una oportunidad a la paz, a pesar de que no todos los problemas hayan quedado resueltos. 

Hace ya algún tiempo que Carter empuñó el cayado de peregrino de la paz, valiéndose no sólo de su personalidad y su reputación, sino de toda una serie de técnicas y actitudes que ha aprendido a controlar en condiciones no siempre fáciles, como él mismo confesó en una entrevista para el New York Times a su biógrafo, el periodista estadounidense Jim Wooten. 

Ante todo, según declaraba, no teme al fracaso, factor que fue determinante en Pale, donde explicó al dirigente de los servios de Bosnia, Radovan Karadzic, que al no tener ninguna ambición personal, no vacilaría en marcharse con las manos vacías si no obtenía un mínimo de garantías. Sabía, además, que Karadzic le había mentido, como a tantos otros. Su misión era con­secuencia de la gestión de una delegación de servios estadounidenses que se habían presentado en su casa de Georgia para proponerle de parte de Karadzic que contribuyera al proceso de paz. Carter afirma: "Yo sabía que quería utilizarme, de modo que les contesté que sólo iría si los servios aceptaban un cese del fuego." 

Una moral de la eficacia

La respuesta de Karadzic no se hizo esperar: estaba dispuesto a mucho más, a detener los combates, a liberar a todos los rehenes, a abrir el aeropuerto de Sarajevo, a permitir la libre circulación de las tropas encargadas del mantenimiento de la paz, a liberar a los prisioneros musulmanes menores de 19 años, a res­petar los derechos humanos y a aceptar un cese del fuego, todo ello antes de la llegada de Carter. Eviden­temente, como era de esperar, nada de esto se había cumplido cuando el ex presidente llegó a Bosnia poco antes de Navidad. Carter no tenía motivos para ser optimista, pero acudió a Pale para transmitir a Karadzic sus propuestas. 

Tuvo así ocasión de aplicar otro de sus principios: no juzgar nunca, no indignarse nunca. Dar a los interlo­cutores, según sus propias palabras, "tiempo para que entiendan que encima de la mesa no hay nada más que una buena voluntad recíproca. Desde luego, tiene que haber una mesa. En un conflicto es preciso que las per­sonas estén dispuestas a hablar para ponerle fin o, en todo caso, para que las cosas avancen. Tiene que haber un interlocutor frente a ellas, incluso si son personas detestables. Y ahí es donde yo intervengo." 

Carter es un hombre profundamente religioso, uno de esos norteamericanos para los que "renacer en Cristo" significa la voluntad de poner en práctica en su vida adulta los ideales y principios de la fe que los anima. Esto explica su rectitud, la austeridad de su conducta y la certeza de tener razón, actitud que a algunos les resulta intimidante. Pero también sabe mos­trarse tolerante e indulgente con los demás, cuales­quiera que sean las faltas que hayan cometido, pues parece estar convencido de que siempre hay una posi­bilidad de redención y de que hay que dar a todos la oportunidad de humanizarse. 

Sus palabras de simpatía hacia los sanguinarios dirigentes haitianos escandalizaron a mucha gente. Pero él estimó que valía la pena jugar esa carta y no lamentó haber tenido que recurrir, según sus propias palabras, a una "mentira venial" y declarar que el pre­sidente Clinton aceptaba la firma del jefe de la junta al pie del acuerdo final para lograr su renuncia sin derra­mamiento de sangre. La suya es una moral de la efi­cacia. Quiere que las situaciones se desbloqueen y es impermeable a los ataques personales. Lo único que le irrita a veces es que se le acuse de aspirar al Premio Nobel de la Paz. 

"Si actúo así -declara a Wooten- es porque me parece justo, Y, créalo usted o no, casi siempre me gusta." Y, con una sonrisa, agrega: "Ya ve usted, a veces es hasta divertido cumplir con su deber." 

Según una tradición reciente, los antiguos presi­dentes de los Estados Unidos deben dar su nombre a una biblioteca o una fundación, habitualmente dedi­cada a la investigación histórica. El centro y la biblio­teca fundados por Carter en la Emory University de Atlanta realizan múltiples actividades concretas. Su programa consta de numerosas conferencias, pero tam­bién de proyectos relacionados con todo tipo de cues­tiones actuales: problemas regionales, epidemias, pro­gresos agrícolas, derechos humanos y, claro está, resolución de conflictos. 

Carter ha creado un consejo de jefes de gobierno ele­gidos libremente cuya misión consiste en controlar la buena marcha de las elecciones en América Latina para evitar los manejos electorales y permitir la transición a un régimen democrático. Los resultados obtenidos en Nica­ragua y Guyana son convincentes. El mismo ha partici­pado en las negociaciones de paz en Liberia, entre Etiopía y los independentistas eritreos, y en Sudán. Muchas veces logra un resultado a costa de largos prepa­rativos y de viajes frecuentes. A veces no consigue nada positivo, pero Carter parece igualmente inmune al desa­liento que al triunfalismo cuando tiene éxito. 

El Presidente Jimmy

Algunos aspectos un tanto rígidos de su personalidad han podido desagradar a los electores estadounidenses cuando ocupaba la Casa Blanca. Así, por ejemplo, su elección sobre una base populista contra la máquina electoral de Washington y su insistencia en la imagen de hombre sencillo y natural, ostensiblemente cargado con su maleta en viaje oficial o dejándose fotografiar sin aliento después de una sesión de jogging. A fuerza de querer parecer un ciudadano medio, Carter llegaba a hacer dudar de que tuviera madera de presidente. Su sonrisa forzada cuando aludía al "malestar" del país era la antítesis del método de su sucesor Ronald Reagan, que no paraba de repetir a sus compatriotas que su país era el primero, y sabía permanecer en cual­quier circunstancia sonriente y relajado. Los seres humanos están hechos de tal modo que siempre prefe­rirán a aquéllos que los tranquilizan. 

Carter, cuyo nombre completo es James Earl Carter, se mostró poco sagaz al insistir en que se le siguiera llamando por el diminutivo familiar de su nombre de pila, "Jimmy", como si el muchachito de Georgia convertido en gobernador de su estado no hubiera experimentado el menor cambio al ser elegido para la magistratura suprema. 

Es un hombre de estatura y corpulencia medianas, sin ningún signo particular que llame la atención. Lo que le da fuerza no es tanto su personalidad como su convicción. No es aficionado a la palabrería: prefiere fijarse objetivos claros y concretos, como atajar una epi­demia en Africa o conseguir un cese del fuego en Bosnia. Quiere cambiar el mundo, pero cree que sólo se puede lograr por etapas: por eso se fija metas que pueden parecer modestas, pero una vez que ha deci­dido cómo proceder, nada puede detenerlo. 

Seguramente la historia lo juzgará con más indul­gencia como presidente que sus contemporáneos. Ha dejado una huella duradera en las relaciones internacio­nales por sus múltiples iniciativas en favor de la paz: el tra­tado del Canal de Panamá, los acuerdos de paz de Camp David entre Egipto e Israel, el tratado de reducción de armas nucleares con la Unión Soviética y el estableci­miento de relaciones diplomáticas con China. Y, sobre todo, lo más importante sin duda para él, la institucionali­zación de los derechos humanos como tema de preocupa­ción que figura ya por derecho propio en el programa de . encuentros internacionales. Su antecesor en la presi­dencia, Gerald Ford, fue quien firmó los acuerdos de Hel­sinki que convertían los derechos humanos en un asunto internacional en vez de una prerrogativa de los Estados, pero fue Jimmy Carter quien les dio todo su sentido. 

Ciudadano Carter

En realidad el 39º presidente de Estados Unidos cobró paradójicamente más popularidad como simple ciuda­dano, viajero por todo el mundo para resolver conflictos, que cuando presidía los destinos de una superpotencia. En un momento en que Estados Unidos parece desen­tenderse cada vez más de los asuntos internacionales y en que algunos se alarman más por esta indiferencia que por el intervencionismo que denunciaban antes, la incansable actividad de Jimmy Carter adquiere parti­cular importancia. A él le gusta esta nueva popula­ridad, lo que es humano, pero en el fondo le importan tan poco los elogios como las críticas, ya que lo que cuenta para él es hacer lo que le parece justo. 

Cuando el periodista que le interroga vuelve a la carga con el Premio Nobel ("Si se lo concedieran, usted no lo rechazaría, y hasta le gustaría"), Carter contesta: "Claro que sí, pero quisiera que entendiera usted que ésta no es la cuestión, ni mucho menos. Por fortuna, además. Figúrese que toda mi existencia girara en torno al Premio Nobel, que no pensara más que en eso y que no lo consiguiera nunca. Pues en tal caso termi­naría mi vida como una ciruela seca, lleno de arrugas causadas por la decepción y la amargura." 

Jimmy Carter puede· estar tranquillo, no corre ningún riesgo de acabar así. Sigue afanándose por las cosas que cree justas, y después vuelve a su modesta casa de Plains, la pequeña ciudad de Georgia en la que nació y creció. Se pasea por el campo, algunas de cuyas parcelas pertenecen a su familia desde hace siglo y medio y donde cultiva prosaicamente maní. Nada muy espectacular, como se puede ver, sino un sentimiento de pertenencia a la tierra, el sentido de una misión y la voluntad de cumplirla lo mejor posible.

Flora Lewis

Periodista estadounidense, ex colaboradora del New York Times, Flora Lewis se ha especializado en política internacional. Es autora de Europe: road to unity (Europa, el camino hacia la unidad), 1992.