¿Por qué los musulmanes no reaccionan con más firmeza contra las organizaciones terroristas que actúan en nombre de un islam del que se sienten totalmente ajenos? Mahmud Husein aporta algunas respuestas analizando en especial el postulado de la imprescriptibilidad del Corán.
Por Mahmoud Hussein
A la mayoría de los musulmanes les indigna tanto la regresión bárbara encarnada por la entidad autodenominada Estado Islámico del Iraq y el Levante (EIIL) como su pretensión de ser portavoz de un islam que les resulta completamente ajeno. Sin embargo, aunque condenan al EIIL en el plano moral y humano, tienen dificultades para oponerse frontalmente a él en el plano teológico. Más bien tienden a excluir a esta organización del ámbito del islam, proclamando que su discurso no es musulmán, y a lavarse después las manos.
En verdad, las cosas son menos simples de lo que parece porque el EIIL reivindica el islam y se refiere explícitamente al Corán y los hadices del Profeta. Para refutar su discurso, es preciso admitir desde el principio la siguiente evidencia: no hay ni ha habido una forma única del islam, sino que tanto en el pasado como en nuestros días han existido y existen formas distintas, divergentes, e incluso opuestas de esta religión. Teniendo esto en cuenta, cabe señalar que Dáesh solamente fomenta una visión particular del islam destinada a aterrorizar y despertar los instintos más primitivos y criminales, en lugar de tratar de convencer y obtener una adhesión espiritual a principios religiosos. La versión del Corán y los hadices propuesta por el EIIL es el resultado de una desfiguración engañosa.
Esa desfiguración es condenable por dos conceptos. En primer lugar, porque entresaca, selecciona y recompone fragmentos de los textos islámicos fundamentales para integrarlos en la línea de un proyecto antihumanista. En segundo lugar, porque traduce en mandamientos absolutos y eternos partes enteras de esos textos que atañen al contexto existente en la Arabia del siglo VII. Con ese modo de proceder se consagran la sumisión de la mujer al hombre y la práctica de la esclavitud, así como la estigmatización perpetua de la totalidad de los judíos y cristianos, basándose en juicios emitidos sobre determinados creyentes de estas dos religiones en situaciones de conflicto, en una época que ya no guarda relación alguna con la nuestra.
Restaurar el libre arbitrio
¿Por qué hay tantos musulmanes secularizados que no emiten en voz alta y clara esta crítica al EIIL, a pesar de compartirla? Porque para ello tienen que adoptar una actitud drástica y reconocer explícitamente el hecho de que la Revelación comprende a un tiempo enseñanzas intemporales y prescripciones circunstanciales. En otras palabras, tienen que cuestionar el dogma de la imprescriptibilidad coránica.
Ese dogma se basa en el siguiente razonamiento, a primera vista irrefutable: como Dios es infalible y el Corán es su palabra, todos los versículos de éste tienen forzosamente un alcance universal y eterno. De aquí viene el drama de conciencia al que se ven confrontados tantos musulmanes hoy en día, cuando se topan con versículos que son explicables en el contexto de la Arabia del siglo VII, pero que están manifiestamente desfasados con respecto a las exigencias morales de nuestra época.
Ahora bien, ese drama de conciencia no tiene lugar de ser porque se puede rechazar el dogma de la imprescriptibilidad sin renegar de la verdad primigenia del Corán, o mejor dicho es precisamente el rechazo de ese dogma el que permite alcanzar dicha verdad. En efecto, la imprescriptibilidad del Corán no emana de éste en sí, sino de un postulado ideológico que se le sobrepuso a partir del siglo IX, según el cual la Palabra de Dios es consustancial a Él, participa de Su naturaleza divina y es eterna como Él.
El problema es que ese postulado contradice completamente al Corán porque el estatuto de Dios y el de Su Palabra son diferentes en el libro sacro: Dios transciende el tiempo y Su Palabra se implica en el tiempo, entrelazando lo absoluto con lo relativo, lo universal con lo particular y lo espiritual con lo temporal. Por eso, el Corán no se puede interpretar como un conjunto de mandamientos que deban cumplirse al pie de la letra en todo tiempo y lugar.
¿Cómo se ha podido imponer desde mucho tiempo atrás en el mundo musulmán el dogma de la imprescriptibilidad, cuando contradice la evidencia del propio Corán? Esa imposición es el resultado de un prolongado combate de ideas que tuvo lugar en el siglo IX, en Bagdad, durante el califato abasida.
Esa época se caracterizó por la existencia de corrientes de pensamiento sumamente audaces. La escuela teólógica de los mutazilíes mantenía que el libre arbitrio humano no se oponía a la omnipotencia divina, ya que Dios había dotado a los hombres con la qudra, esto es, una capacidad de razonamiento y un poder creador que les facultaban para producir actos libres. Otra escuela racionalista, la de los falásifa (filósofos), se situaba fuera del ámbito teológico y propendía a abarcar todas las esferas del conocimiento, alineándose en la tradición del pensamiento griego.
Contra esas dos escuelas surgió una corriente conformista que fue cobrando una gran fuerza. En efecto, juristas y teólogos custodios de la tradición se empecinaron en demoler el concepto del libre arbitrio en sus disciplinas respectivas, argumentando que cuestionaba la omnipotencia de Dios. El enfrentamiento decisivo entre racionalistas y tradicionalistas se focalizó en la naturaleza del Corán.
Para los mutazilíes el Corán fue “creado” por Dios, y por eso es distinto de Éste y se inscribe en un momento de Su Creación. Esto implica que el libro sacro tiene una dimensión temporal, lo cual ofrece a los hombres un cierto margen para interpretarlo. En cambio, sus adversarios sostienen que el Corán es “increado”, es decir que es consustancial a Dios y participa de Su eternidad. De ahí que lo importante no sea entenderlo, sino dejarse impregnar por su naturaleza divina mediante una lectura literal repetida indefinidamente. De esta manera el texto coránico adquiere un estatuto de verdad absoluta e intangible, de la que se deriva el concepto de su imprescriptibilidad.
Los mantenedores de esta última tesis salieron vencedores de ese enfrentamiento escolástico y el concepto del libre arbitrio perdió la partida en tierras del islam durante casi mil años, hasta que resurgió a finales del siglo XIX.
Impulsado por eminentes intelectuales musulmanes, el nuevo pensamiento islámico reformador va a esforzarse por quebrantar el dogma de la imprescriptibilidad, inspirándose en el espíritu de la Ilustración y apoyándose en la historia, la antropología y la lingüística modernas. Sin cuestionar el origen divino de la Revelación, empieza a reflexionar sobre la historicidad de su manifestación terrestre.
Los reformadores van a toparse con los custodios del dogma, que los condenarán declarando ilegítimo el instrumento del que se sirven: la razón crítica aplicada en las ciencias humanas y sociales. Para los dogmáticos es una aberración de infieles pretender que la Revelación coránica responda a algo distinto de la voluntad intemporal de Dios y suponer que esté vinculada de uno u otro modo a un contexto histórico determinado. Además, según ellos, los reformadores examinan lo divino desde un ángulo que no es religioso, como lo prueba el hecho de que se apoyan en disciplinas profanas, ajenas al islam.

A la luz de las Crónicas del siglo IX
Entonces, se plantean las siguientes preguntas: ¿podemos hacer caso omiso a esa objeción?, ¿podemos demostrar la existencia de un vínculo entre texto y contexto, sin recurrir a las ciencias profanas? y ¿podemos hacer esa demostración, basándonos exclusivamente en los textos religiosos que son indiscutibles para los custodios más intransigentes del dogma?
La respuesta a esos interrogantes es afirmativa. Los textos religiosos que permiten efectuar la demostración existen desde mucho tiempo atrás. Nacieron en las escuelas coránicas como respuesta a una apremiante necesidad surgida desde el primer siglo del islam: penetrar en el sentido de muchos versículos difíciles del Corán, o imposibles de comprender a no ser que lograra averiguar en qué circunstancias fueron revelados.
Para satisfacer esa necesidad se emprendió la tarea de retornar a todas las fuentes de información disponibles sobre el periodo de la Revelación, es decir a los testimonios dejados por los compañeros del Profeta. En efecto, como la mayoría de ellos no siempre comprendían el sentido de todos los versículos que les recitaba el Profeta, solían ir a verle, solos o en grupo, para formularle preguntas al respecto. Él les respondía explicitando, comentando e ilustrando los versículos en cuestión.
Tras la muerte de Mahoma, recayó sobre sus compañeros la tarea de transmitir las palabras escuchadas de su boca a los cada vez más numerosos neófitos del islam, enriqueciéndolas con sus recuerdos personales sobre los momentos y lugares en que los versículos le fueron revelados al Profeta.
Tras la muerte de los últimos compañeros, se empezaron a recoger y redactar sus testimonios. Hacia finales del siglo VIII y principios del IX ve la luz una primera compilación de los mismos, titulada Al-Sîra al-nabawîyya [Crónica de los hechos y gestos del Profeta], que lleva la firma de Muhammad Ibn Is’haq. Después vendrían otras compilaciones, en particular las realizadas por cuatro destacados cronistas del califato abasida: Kitâb al-Maghâzî [El libro de las conquistas] de Al Wâqidî; Kitâb al-Tabaqât al-Kabîr [El gran libro de los círculos de compañeros] de Muhammad Ibn Sa‘d; Kitâb al-Rusul wal-Mulûk [El libro de los profetas y reyes] de Al Tabarî (839-923); y Kitâb Ansâb al-Ashrâf [El libro de los linajes nobles] de Al Balâdhurî.
Todas estas crónicas ofrecen un interés único en su género, ya que nos van mostrando un fresco en el que se perfilan con cierta continuidad los principales acontecimientos de la vida del Profeta. Gracias a ellas disponemos de una representación cartográfica aproximativa de los sucesivos momentos de la Revelación que no sólo permite reestructurarlos cronológicamente, sino también ubicar cada uno de ellos en su propio contexto.
Al leer el texto coránico a la luz de esas crónicas, se impone una evidencia contundente: en ningún momento el Corán permite confundir a Dios con Su Palabra, ni deducir de Su eternidad la eternidad de Ésta. Toda lectura que sitúe el texto coránico en su contexto nos conduce a tres constataciones fundamentales. La primera es que en el Corán la Palabra de Dios se amolda a la lengua, la cultura y la problemática propias de la Arabia del siglo VII. La segunda es que en el Corán la Palabra de Dios no se presenta como monólogo, sino como un diálogo entre el Cielo y la Tierra, en el que Dios conversa en tiempo real con la comunidad de los primeros musulmanes por intermedio del Profeta. La tercera es que en el Corán Dios no imprime a Su Palabra el mismo alcance en todos los momentos; en el texto coránico se pronuncian verdades de orden diverso: unas son absolutas o relativas, y otras son perpetuas o circunstanciales.
Esto es tanto más cierto cuanto que Dios sustituye a veces unas verdades por otras, decretando la abrogación de determinados versículos por otros revelados ulteriormente. Este principio de la abrogación está formulado en los siguientes términos: “No hay signo que suprimamos o hagamos olvidar sin traer en su lugar algo similar o mejor” (Versículo II, 106). Esta formulación divina hace que la noción del tiempo en el Corán sea ineludible.

De hecho, sólo esa noción permite restablecer la plenitud de Dios. Precisamente porque Dios interviene en el tiempo puede revelar verdades relativas, vinculadas a una determinada coyuntura, y cuando las circunstancias cambian esas verdades también cambian. Si Dios llega a decir dos cosas contradictorias, esto es porque la verdad ha experimentado un cambio en el intervalo. Dios siempre tiene razón cuando habla y cuando Sus prescripciones son relativas sólo hace falta remitir cada una de ellas a las circunstancias en que las dictó.
Si nos situamos en el ámbito de lo absoluto, es imposible que un versículo sea “mejor” que otro, ya que en ese ámbito todo es equivalente y cualquier comparación es imposible. Para que un versículo sea “mejor” que otro, el alcance de ambos tiene que ser relativo; y cada uno de esos dos versículos sólo puede ser verdadero si se refiere a una circunstancia diferente, esto es a un cambio en el tiempo.
En el Corán hay, por lo tanto, momentos que se suceden –esto es, un “antes” y un “después– e incluso momentos que suprimen otros anteriores, lo cual significa que tienen una dimensión temporal. Por lo tanto, la conclusión que se impone de por sí es que no se puede confundir la Palabra de Dios con el propio Dios, ni tampoco se puede asimilar a Su esencia divina. No se puede, ni se debe, leer el Corán como si cada uno de sus versículos encarnara la divinidad de Dios y como si la más mínima distanciación de éstos representara una traición con respecto a Él.

A partir del momento en que la Palabra de Dios es distinta de Dios y se implica en el tiempo de los seres humanos, el postulado de la imprescriptibilidad coránica resulta indefendible. No sólo no refleja la verdad del Corán, sino que la contradice. Por consiguiente, el propio Corán pide al creyente que recurra a su razón y asuma su libre arbitrio para determinar qué versículos le imponen su cumplimiento y cuáles no le conciernen.
El Corán deja de ser así un conjunto de mandamientos y prohibiciones que deben cumplirse en todo lugar y momento para convertirse de nuevo en lo que fue para el Profeta y sus compañeros: una palabra abierta a un mundo por reconstruir, una incitación para pensar y obrar con plena responsabilidad, y una oportunidad que se nos ofrece a todos nosotros para encontrar el camino hacia Dios por los senderos de la vida.