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Criminalidad: ¿las imágenes del cerebro sirven de prueba?

Las neurotecnologías han permitido perfeccionar considerablemente las técnicas de detección de mentiras. Pero, aunque ahora son mucho más fiables, esos dispositivos siguen planteando múltiples cuestiones jurídicas y éticas. De hecho, las pruebas obtenidas mediante la observación del cerebro se consideran inadmisibles en la mayoría de los tribunales del mundo.

Alla Katsnelson

Periodista científica independiente, residente en Massachussetts, Estados Unidos

A principios de la década de 1990, los médicos del hospital universitario de Estrasburgo, en Francia, informaron del extraño caso de un hombre de 51 años, víctima de crisis de epilepsia. Al parecer, casi la tercera parte de las crisis que este paciente sufría se desencadenaban cuando mentía por razones profesionales.

Los médicos hallaron rápidamente el origen de sus trastornos: un tumor que presionaba la amígdala del cerebro, que regula emociones como el miedo. Los investigadores llegaron a la conclusión de que era el temor que sentía al mentir, más que la mentira misma, lo que causaba las crisis. Es de suponer que emociones similares podían desencadenar el mismo flujo eléctrico en su cerebro, explica Rebecca Wilcoxson, psicóloga judicial de la Universidad de Queensland Central, en Australia.

Según Wilcoxson, cuando alguien miente ni el cuerpo ni el cerebro muestran ningún signo específico. Sin embargo, en los dos últimos decenios los neurocientíficos han tratado de averiguar si la observación de la actividad cerebral podría indicar cuándo una persona dice o no la verdad.

Técnicas controvertidas

Esas investigaciones se han centrado básicamente en dos tecnologías. La primera, denominada “imágenes obtenidas por resonancia magnética funcional” (fMRI, por sus siglas en inglés) permite medir el flujo sanguíneo en el cerebro para evaluar los esquemas de la actividad cerebral. La hipótesis es que el hecho de mentir exige una carga cognitiva más importante y que esa diferencia podría detectarse mediante las imágenes del cerebro. Los investigadores afirman que pueden determinar si alguien dice o no la verdad, colocando a la persona bajo un escáner de fMRI, formulando preguntas específicas y analizando luego las imágenes del escáner.

La segunda modalidad, basada en la electroencefalografía (EEG), busca un pico de actividad eléctrica denominado P300, que se produce unos 300 milisegundos después de que una persona ha sentido un estímulo -por ejemplo, a través de una palabra o una imagen reflejada sobre una pantalla-. La señal P300 en sí misma no indica la detección de una mentira, sino que corresponde al instante en que el sujeto del experimento reconoce el estímulo, explica Robin Palmer, experto en medicina legal de la Universidad de Canterbury de Nueva Zelanda. Mediante este método, los investigadores pueden preguntar a una persona si reconoce determinados elementos de la escena de un crimen o el arma usada al perpetrarlo.

Algunos estudios indican que, cuando estas técnicas se usan correctamente, pueden ser muy precisas, mucho más que una prueba de polígrafo (el famoso `detector de mentiras`). Pero estos métodos también plantean múltiples interrogantes. En Estados Unidos, la detección de mentiras lograda mediante la observación del cerebro se admitió como prueba pericial en varios procesos penales hace una docena de años. Pero luego fue impugnada durante la apelación y se consideró que no se ajustaba a la norma Daubert, que determina la admisibilidad de las pruebas científicas en los tribunales.

En la mayoría de los países del mundo, esas técnicas se siguen considerando inadmisibles. Las fuerzas del orden de la India y el Japón utilizaron durante un tiempo una tecnología de detección de mentiras basada en el EEG, pero luego dejaron de aplicarla, señala James Giordano, neurocientífico y deontólogo del centro médico de la Universidad de Georgetown, en Washington DC, Estados Unidos.

No hay muchos estudios sobre las técnicas de detección de mentiras

Pruebas inadmisibles

En 2008, la India fue el primer país donde se condenó a una persona por un delito, basándose en los resultados de un escáner cerebral de tipo EEG. Aditi Sharma, una estudiante de comercio de 24 años oriunda de Pune, fue declarada culpable de haber envenenado a su antiguo novio. El asunto suscitó la atención mundial y el veredicto fue anulado un año después. En junio de 2021, Sharma y su nueva pareja finalmente fueron hallados culpables del crimen y los resultados del escáner cerebral nunca volvieron a cuestionarse.

No hay muchos estudios sobre esas técnicas y la mayoría de los sujetos son estudiantes voluntarios. “Debemos demostrar que eso funciona en la vida real”, afirma Jane Moriarty, profesora de derecho especializado en neurociencias de la Universidad Duquesne de Pittsburgh (Estados Unidos). “Pero hasta ahora no lo hemos logrado”.

La prueba del electroencefalograma (EEG) es más sencilla y menos costosa, ya que solo se necesita un casco portátil y ligero. Pero su empleo suscita controversias. “Ante la insuficiencia de datos independientes que corroboren su fiabilidad, el EEG no ha tenido mucho éxito”, señala Robin Palmer, que recientemente trató de validar la señal P300 mediante pruebas realizadas simultáneamente con estudiantes y con presos condenados por delitos violentos. La prueba funcionó de manera casi perfecta con los estudiantes, explica Palmer, pero algo menos bien con los reclusos, que se mostraron menos dispuestos a colaborar y manifestaron conductas más impulsivas. “Pero estamos convencidos de que este método de detección generalmente es preciso y fiable”.

Ninguna tecnología cerebral resulta lo suficientemente fiable como para extraer conclusiones jurídicas

Inspeccionar el cerebro

Aunque esta técnica resulta eficaz, también es cierto que plantea numerosos interrogantes éticos y jurídicos. Por ejemplo, ¿puede la policía obligar a que alguien se someta a esa prueba, si cree que el sospechoso retiene información sobre un delito? “Dicho claramente: ¿es posible obtener una orden judicial para registrar el cerebro de una persona?”, se pregunta Palmer, que tiene previsto colaborar con la policía neozelandesa para ensayar esta tecnología con informadores voluntarios.

Por su parte, Jane Moriarty se interroga sobre la interacción entre estos instrumentos y la memoria. Supongamos que a usted le muestran la foto de un sospechoso que se parece mucho a un amigo cercano. ¿Emitirá su cerebro una señal P300? Por la misma regla de tres, un objeto hallado en la escena de un crimen puede parecerse, por mera coincidencia, a otro que una persona conoce en otro contexto. “Estos son algunos de mis temores”, dice Moriarty. “Primero, ¿un reconocimiento erróneo se parece a un reconocimiento verídico? Segundo, ¿cómo saber si una persona reconoce algo solo con el fin de exculparse a sí misma?” “Además, añade, las personas que se someten a esas pruebas podrían ser capaces de confundir deliberadamente sus propios resultados”.

Otra dificultad: las autoridades podrían caer en la tentación de hacer un uso abusivo de esos métodos. Imaginemos que la policía arresta a una persona sospechosa de haber robado algo. Si durante la prueba el agente muestra el objeto en cuestión al sospechoso, éste parecerá culpable. “Por eso nunca se podría confiar esta tarea a los agentes de policía, insiste Palmer. Las pruebas deben estar a cargo de unidades independientes”.

Resulta difícil determinar en qué medida los organismos gubernamentales utilizan ya estas tecnologías. El Pentágono, sede del Ministerio de Defensa estadounidense, ha apoyado las investigaciones relativas a la detección de mentiras mediante técnicas de vanguardia, en particular el uso del fMRI. Pero esas técnicas también están disponibles en el mercado. Por ejemplo, la empresa Brainwave Science, con sede en Massachusetts, declara en su sitio web que ha puesto a punto un sistema de pruebas P300 capaz de medir las ondas cerebrales para ayudar a los organismos encargados del orden público en ámbitos como la seguridad nacional, la lucha antiterrorista, la justicia penal y el control de la inmigración.

La complejidad y el refinamiento de las tecnologías de observación cerebral están en evolución, afirma James Giordano. En la actualidad, “ninguna tecnología cerebral resulta lo suficientemente fiable como para extraer de ella conclusiones jurídicas en materia de culpabilidad”, señala.

Pero esta situación podría cambiar. Los científicos emplean cada vez más el aprendizaje automático y la inteligencia artificial para extraer indicios de los datos cerebrales. “La dificultad consiste en que no sabemos cómo ‘la mente’ se manifiesta en ‘el cerebro’, concluye Giordano. Pero la tecnología empieza a desvelar el misterio”.

Lectura complementaria:

Audrey Azoulay: “Debemos reformular nuestras relaciones con los demás, con el planeta y con la tecnología”, El Correo de la UNESCO, número especial, noviembre de 2021

 

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