
Revelaciones de la crisis sanitaria
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El valor supremo concedido a la vida humana, la potenciación de los servicios sanitarios, la medicalización de nuestra existencia y la extensión del poder estatal son fenómenos que la crisis mundial generada por la pandemia nos ha revelado, aunque no sean productos directos de ella.
Ekaterina Schulmann
Profesora adjunta de la Escuela de Ciencias Económicas y Sociales de Moscú (MSSES) e investigadora asociada del Programa Rusia y Eurasia
del “Royal Institute of International Affairs” (Chatham House, Londres).
Aunque aún sea prematuro sacar conclusiones definitivas de las consecuencias de la pandemia, se pueden apreciar desde ahora mismo algunas tendencias que ya se han esbozado y que, sin ser productos directos de la crisis generada por ella, sí han cobrado un relieve mucho mayor. Las sociedades, los sistemas de gobernanza, las empresas y la ciudadanía no han podido reaccionar ante una situación de emergencia tan solo con los medios e instrumentos de que disponían antes de que esta sobreviniera. Se suele decir que los generales siempre afrontan un conflicto bélico con una guerra de retraso. En este sentido, bien se puede decir que todos nosotros hemos sido generales, tanto individual como colectivamente.
La crisis sanitaria que acaba de azotar al mundo entero ha revelado que los gobiernos ya no pueden, hoy en día, dejar libre curso a una epidemia porque se ven obligados a poner en práctica todos los medios a su alcance para preservar la vida de los seres humanos, si es que desean garantizar su propia supervivencia política.
En el pasado, la situación de emergencia creada por la propagación de una enfermedad como el COVID-19 se habría considerado una fatalidad, pero esto ya no es posible debido a que los imperativos éticos de nuestras sociedades contemporáneas han erigido la vida humana como valor supremo.
Primacía del valor de la vida humana
En el siglo XX, la ciudadanía podía aceptar que se restringiera su libertad en aras de ideales u objetivos considerados supremos, como la promesa de una nueva “edad de oro”, la victoria sobre un enemigo o la construcción de una obra grandiosa. En el siglo XXI, lo que conduce a los ciudadanos a tolerar un menoscabo de sus libertades no es la perspectiva de un porvenir radiante, sino la voluntad de evitar la pérdida de un gran número de vidas humanas. Actualmente, las limitaciones impuestas a nuestra libertad –deploradas por muchos como síntoma de una coerción estatal acrecentada–son solamente una consecuencia de la necesidad de seguridad que nosotros mismos experimentamos.
La vida se ha convertido en algo tan inestimable que ningún gobierno del mundo puede permitirse que haya pérdidas de vidas humanas si la ciudadanía considera que son evitables. Por otra parte, se debe señalar que tanto los Estados democráticos como los autoritarios han adoptado contra la pandemia medidas análogas en materia de restricción de las libertades individuales. En cambio, han optado por aplicar estrategias muy diferentes para respaldar sus economías fuertemente quebrantadas por la doble repercusión del COVID-19 y el consiguiente confinamiento de la población. Como la base principal de la economía moderna no estriba en la explotación de recursos, sino en la prestación de servicios, cabe concluir que lo racional es proteger ante todo a las personas por ser estas las productoras y consumidoras de servicios, aunque esto pueda parecer poco rentable cuando se adopta una óptica económica estrictamente cortoplacista.
En el transcurso de la presente crisis se ha evidenciado que el humanismo de nuestros días está dispuesto a hacer concesiones en materia de libertades, dando primacía a la salud pública. Este fenómeno se ha visto favorecido por los avances de la medicina, el aumento de la esperanza de vida, el culto a una vida sana y la función que desempeñan las redes sociales en la valorización narcisista de las personas.
Medicalización de nuestra existencia
La exigencia social de “seguridad” –entendida como “supervivencia” y “preservación de la salud” a un tiempo– se ha traducido en una medicalización de nuestra existencia que no se limita exclusivamente a la difusión de expresiones y prácticas de carácter médico en nuestra vida diaria. En efecto, el día de mañana esta medicalización podría abarcar el ámbito de las políticas y de la gobernanza en caso de que la comunidad internacional estimara, por ejemplo, que el combate contra las enfermedades requiere que haya entre los países el mismo grado de coordinación que existe en la lucha contra el terrorismo.
Los conocimientos médicos –y también, por desgracia, todo un conjunto de quimeras pseudocientíficas que proliferan sobre todo en Internet– han irrumpido en nuestra existencia invadiendo el lenguaje y la vida de todos los días. Al igual que ya nos hemos acostumbrado a someternos a la inspección de detectores de metales, muy pronto no nos extrañaremos de que en numerosos espacios públicos haya aparatos destinados a controlar obligatoriamente nuestra temperatura corporal. Dentro de poco también nos habremos olvidado de los tiempos en que consultar a un médico dependía solo de nuestro libre arbitrio, ya que en el futuro es posible que se obligue a las personas en estado febril a someterse a una cuarentena como la que se nos ha impuesto a todos recientemente.
La medicalización de la vida diaria se ha traducido en un incremento de las funciones que cumplen los servicios sanitarios, incluso en el ámbito político. Esto se ha podido observar tanto en el plano nacional como a escala mundial. Por ejemplo, la importancia de la Organización Mundial de la Salud en la esfera política no solo se está calibrando por el número de países que aceptan sus recomendaciones epidemiológicas, sino también por la coriácea resistencia a aplicarlas que se ha patentizado en algunas instancias políticas.
En un futuro próximo, con la reanudación del comercio internacional, el transporte aéreo y los viajes se hará necesario elaborar un conjunto de normas y restricciones comunes a todos los países. Si algún día se llegara a crear un organismo supranacional encargado de formularlas y aplicarlas, no cabe duda de que será un importante protagonista de las relaciones internacionales.
Experiencia común
Paradójicamente, los habitantes del mundo nunca estuvieron tan conectados entre sí como en el momento en que repentinamente se vieron obligados a ensimismarse, encerrándose entre cuatro paredes. La tragedia padecida en común por la humanidad ha tenido como consecuencia unirla en torno a una misma causa. Semejante unidad de destino no se ha producido desde los tiempos del rechazo a la carrera armamentista nuclear, con la diferencia de que hoy la ciudadanía está mucho más involucrada en los acontecimientos que la conciernen.
En las transiciones de una etapa histórica a otra es cuando se forjan las alianzas susceptibles de perfilar el mundo del mañana, tal y como ocurrió tras las dos guerras mundiales que sacudieron el siglo XX hasta sus cimientos. ¿Quiénes saldrán triunfantes? ¿Cuáles podrían ser los miembros de un futuro “Consejo de Seguridad Antivirus”? Todavía es demasiado pronto para hacer conjeturas.
Lo que sí es cierto es que los países industrializados tendrán que responsabilizarse más en la tarea de subsanar las carencias de los sistemas de salud de las naciones más pobres, porque de lo contrario serán estériles todos los esfuerzos que se realicen para contrarrestar cualquier pandemia. Es obvio que los resultados positivos obtenidos con la adopción de medidas drásticas como el confinamiento quedarán anulados, si surge un nuevo brote epidémico en un país impotente para contenerlo.
Recientemente, el COVID-19 ha hecho que un ingente número de habitantes del planeta hayamos vivido y compartido juntos la “experiencia común” de un suceso trascendental, como el atentado que derrumbó las torres gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001.
Ese acto terrorista fue un momento crucial que trajo consigo cambios decisivos en nuestra vida diaria, como la ampliación de los poderes atribuidos a las fuerzas de seguridad y el refuerzo de la vigilancia de los ciudadanos, ejercida con medios como el emplazamiento de cámaras de seguridad en espacios públicos, la utilización de técnicas informáticas de reconocimiento facial, el recurso a sistemas de escucha de conversaciones telefónicas y los repetidos controles de los usuarios del transporte aéreo. Todas estas prácticas se han generalizado desde entonces y algunas de ellas las consideramos normales hoy en día.
Más vigilancia y menos libertad
Algunos Estados han aprovechado la crisis sanitaria actual provocada por el coronavirus para establecer leyes que amplían sus poderes en materia de control y utilización de datos personales de los ciudadanos. Esto nos muestra que, en circunstancias excepcionales, las sociedades contemporáneas consideran justificadas y legítimas las actividades de control llevadas a cabo por toda clase de autoridades gubernamentales, ya sean democráticas o autoritarias. Las pandemias entrañan un riesgo de erosión aún mayor de la protección de la privacidad de las personas, pero en las democracias existen por lo menos algunos contrapoderes susceptibles de limitar las intromisiones en nuestros datos personales, cosa que no ocurre en los regímenes autoritarios.
En tiempos de epidemia, ese riesgo es tanto más real cuanto que todo concurre a propiciar un incremento del poder del Estado. En primer lugar, las crisis sanitarias generan a su vez crisis económicas en las que las empresas e instituciones públicas resultan ser prácticamente los únicos empleadores solventes. Asimismo, las crisis económicas también fortalecen la función del Estado del Bienestar consistente en proporcionar a los trabajadores una red de seguridad que, en un futuro próximo, puede llegar a hacerles beneficiarios de una renta mínima universal.
Trabajo invisible
Millones de personas confinadas en sus hogares durante la pandemia han podido comprobar que cualquier forma de teletrabajo resulta más beneficiosa para los patronos que para los empleados. En efecto, con esta nueva modalidad laboral son estos últimos los que corren con los gastos de alquiler, calefacción y mantenimiento, e incluso de material, que antes incumbían a los empleadores.
Además, con el teletrabajo tiende a borrarse la línea frontera entre el tiempo y el espacio laborales y el tiempo y el espacio personales. Este fenómeno menoscaba los derechos tan duramente conquistados por la clase trabajadora a lo largo de los siglos XIX y XX. Supone, desde luego, el paso a un nivel técnico nuevo, pero también un retorno a épocas pasadas, cuando las relaciones entre empleados y empleadores apenas estaban reglamentadas y cuando el trabajo se efectuaba a menudo a domicilio y se pagaba a destajo.
Durante el periodo excepcional del confinamiento, los asalariados se han visto obligados además a asumir labores de servicio desempeñadas en tiempos normales por otras personas: guardar niños, cuidar a ancianos, preparar comidas y ejecutar tareas domésticas. La existencia de estos trabajos de servicio invisibles, no remunerados, ejecutados generalmente por mujeres y considerados por algunos constitutivos de un “segundo PIB”, se ha puesto de manifiesto con la crisis. Esto quizás ofrezca una oportunidad para entablar un debate sobre la necesidad de retribuir todas esas modalidades laborales.
Han sido siempre los grandes desastres los que han propiciado la reorganización de las relaciones internacionales. La Primera Guerra Mundial dio origen a la Sociedad de las Naciones y la Segunda a la Organización de las Naciones Unidas. A partir de esas trágicas experiencias comunes, la humanidad se unió y concibió nuevos instrumentos y mecanismos para su gobernanza. De la crisis actual también podrían surgir nuevas instancias.
A diferencia de otras tragedias colectivas que han enfrentado a los seres humanos entre sí, la pandemia ha confrontado a la humanidad entera con un virus. No tenemos, por lo tanto, enemigos a los que odiar y, en definitiva, solo nos queda la opción de ser todos solidarios.
Más información:
¿Qué riesgos éticos existen?, El Correo de la UNESCO, julio-septiembre de 2018
La “humanitud” o cómo saciar la sed de humanidad, El Correo de la UNESCO, julio-septiembre de 2017
Una Revolución silenciosa, El Correo de la UNESCO, julio-septiembre de 2011
El Humanismo, una idea nueva, El Correo de la UNESCO, octubre-diciembre de 2011
Mejor vida y trabajo en un mundo pacífico, El Correo de la UNESCO, noviembre de 1959
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